En las casas, cuando las familias se reunían frente a la lumbre, casi siempre se acababa recordando aquella gran nevada del año 44 que dejó al pueblo de Topares con un metro de nieve. Cayó tanta que un mes después el hielo seguía instalado en los rincones de umbría y había que andar por las calles con pies de plomo para no sufrir un resbalón.
La nieve sorprendió a los vecinos en Nochebuena, cuando el humo de las chimeneas anunciaba el olor de las matanzas que entonces representaban la fiesta principal de todos los inviernos.
Las despensas se llenaban de morcillas, chorizos y longanizas, que se colgaban en las perchas como si fueran estandartes. Era costumbre también que cada familia elaborara sus propios dulces de Navidad, cada una con su acento distinto, con ese toque casero que los hacía diferentes. No había dos dulces iguales en el pueblo porque en cada receta había un secreto que se iba heredando de generación en generación, como se heredaban las historias familiares o como se heredaba el color de los ojos.
Las recetas de los dulces formaban parte de los cromosomas del pueblo y cuando de algún fogón salía un mantecado extraordinario, de los que alcanzaban el grado de glorioso, era la propia cocinera la que invitaba a sus vecinos para que se pasaran por su casa a probarlo. Se producía entonces una ceremonia de intercambio que servía también para estrechar los lazos de unión entre la gente del pueblo.
No había un hogar sin matanza, ni una chimenea que no oliera a dulce. La única excepción se daba en aquellas familias que estaban de luto por alguna muerte reciente. El luto era sagrado, un rito que se perdía en la noche de los tiempos y que nadie se saltaba, ni cuando llegaban los días más señalados del año como eran los de Navidad.
Cuando una casa estaba de luto no se elaboraban los dulces, pero siempre se acababan probando los mantecados ajenos porque siempre aparecía algún vecino generoso con el presente entre las manos. El presente consistía en una bandeja de dulces recién hechos para que la familia siguiera respetando el duelo, pero sin dejar de probar los manjares que hacían los demás.
A comienzos de los años sesenta, Topares era aún un pueblo importante donde vivían cerca de mil vecinos. El sustento de los hogares era la agricultura, ese ‘trocico’ de tierra que les daba de comer y el corral, ese lugar sagrado donde criaban a los animales. La vida del pueblo dependía de las cosechas. En invierno, cuando la tierra no daba ningún fruto, la gente tenía que comprar fiao en las tiendas y en verano, cuando se recogían las cosechas, pagaban sus deudas, a veces con dinero y casi siempre con los productos de las huertas.
En aquellos tiempos convivían cinco tiendas importantes en el pueblo: la de Casildo, la de Eleuterio, la de Francisco, la de Piedad y la tienda de ultramarinos de Dionisio Serrano, que tenía aires de gran bazar. Lo mismo podías comprar una cuarta de arenques para las migas que un puñado de púas o unas alpargatas. Todos los años, cuando pasaba el día de Navidad, la tienda mudaba de piel y como por arte de magia aparecían en el escaparate un pelotón de juguetes que anunciaban la llegada próxima de los Reyes Magos de Oriente. No eran grandes regalos, ni coches teledirigidos ni los trenes eléctricos que vendían en los grandes comercios de la ciudad, pero eran suficientes para excitar la ilusión de los niños.
Bastaba con unas muñecas de plástico de las que ni lloraban ni reían; bastaba con un coche de madera sin claxon ni motor, para que los niños se pegaran al cristal del escaparate como si estuvieran asistiendo al mayor espectáculo del mundo, algo tan extraordinario como cuando llegaba por el pueblo el fotógrafo ambulante de Huescar, con aquella moto de lata que simulaba una Vespa en la que montaba a los pequeños para darle más solemnidad al retrato.
Alfonso Robles, uno de aquellos niños de Topares de los años sesenta, recuerda que juguetes había pocos y que a veces los regalos del día de Reyes no pasaban de un puñado de mantecados o de unas sandalias nuevas para ir al colegio.
Para regalo, el día que apareció en el pueblo la primera televisión. Fue un milagro, y nunca mejor dicho, una iniciativa del cura, don Rafael Teruel, que trajo aquel invento de Albox con la aureola del que traía entre los brazos una nueva manera de ver el mundo. Como no había un solo duro en las arcas de la parroquia, ni posibilidad de que la diócesis le echara una mano, al bueno del sacerdote se le ocurrió la idea de abrir una recaudación entre los feligreses y con el dinero que juntaron pudieron comprar la tele. La colocaron en el salón parroquial y allí fue venerada con la misma fe con la que los vecinos sacaban a la Virgen de las Nieves cada cinco de agosto.
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