Era el último año de la década de los setenta, que tantos cambios nos había dejado, más en la forma de pensar y en la manera de entender la vida que en las calles de nuestra querida Almería, que seguía ostentando el título de ser una de las ciudades con peor aspecto del país, ocupando un destacado puesto en el ranking de las ciudades menos limpias.
Empezamos el año de 1980 con la costumbre de depositar las bolsas de basura en las puertas de las casas, lo que significaba que en los grandes bloques de edificios, sobre todo en las calles próximas al Paseo, se acumularan auténticas montañas de bolsas de basura que le daban al centro de la ciudad un aspecto tercermundista. Los empleados de la empresa Focsa, que en aquel tiempo era la encargada de la recogida de basura, tenían que hacer también la función de barrenderos cada vez que se encontraban con las bolsas rotas y los desperdicios desperdigados por las aceras.
En enero de 1980 apenas llevábamos tres años de democracia, éramos unos recién nacidos en la materia, pero al menos los adolescentes teníamos la sensación de que llevábamos toda la vida viviendo en completa libertad. Ya nos habíamos habituado a la imagen de las fachadas cubiertas de carteles con eslóganes políticos, nos sabíamos de memoria las canciones de cada partido cuando llegaban las votaciones y hasta nos permitíamos la licencia de llevar pegada en los libros o en la carpeta del instituto la pegatina de nuestro partido favorito. La mayoría de los adolescentes de entonces no ocultábamos nuestras inclinaciones políticas y las llevábamos por bandera con el mismo orgullo que defendíamos a nuestro equipo de fútbol.
En aquellos inicios de 1980 en Almería empezaba a ponerse de moda que los niños aprendieran inglés. Nos decían que pronto nos haría falta para cualquier colocación, así que eran muchos los padres que apuntaban a sus hijos a dar clases particulares o los mandaban directamente a Inglaterra para que vinieran convertidos en ingleses del Paseo. La agencia de Viajes Alysol, que era una de las más importantes de aquella década, organizaba cursos en la ciudad de Hastings, donde las familias con recursos mandaban a sus hijos a que pasaran varias semanas hablando y pensando en inglés.
Habíamos comenzado el año mirando a la Gran Bretaña y a los escaparates de Óptica Almería, que el dos de enero de 1980 abrió por primera vez sus puertas en un local de la calle Navarro Rodrigo. Su aparición revolucionó el negocio. Vino empujado por una publicidad moderna que llenó de atractivos ir a comprarse unas gafas. Los jóvenes de 1980 temíamos como a una vara verde que nos pusieran gafas porque teníamos grabada la imagen de aquellas gafas de culo de vaso y aquellas monturas severas de pasta marrón que llevaban nuestros contemporáneos y que tanto daño hacían estéticamente. Aquello de que con gafas se ligaba menos era una realidad que empezaron a cambiar algunos establecimientos como Óptica Almería cuando nos trajeron una estética nueva.
El arte del ligue seguía siendo rudimentario. No existían las redes sociales de ahora que tanto facilitaban el camino, y para conocer a una muchacha que no era de tu clase o de tu calle no teníamos otro recurso que el de los bailes caseros. Existía la opción de la discoteca, pero era exclusiva para mayores de dieciocho años y te obligaba a tener un poder adquisitivo con el que no contábamos la mayoría de los adolescentes de la época. Solo nos quedaba el camino de la fiesta casera donde todo se hacía de forma artesanal, desde la organización que empezaba una semana antes cuando se abría la recaudación para comprar las bebidas, hasta el reclutamiento de las niñas, a las que había que ir buscando en los barrios y en los institutos y convencerlas de que se trataba de una fiesta inocente, con buena música, luz y taquígrafos.
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