En mi barrio, allá por los primeros años setenta, casi todas las niñas tenían su muñeca de cabecera y cuando se reunían en la calle jugaban a las casicas y jugaban a ser madres. Mientras los niños corríamos detrás de la pelota dando gritos, envalentonados si sabíamos que alguna nos miraba, ellas se metían de lleno en el papel de madres y le hablaban a los muñecos como si fueran recién nacidos.
Algunas de aquellas niñas no tardaban en conocer la maternidad antes de lo que hubiera sido aconsejable y pasaban de la infancia a la madurez en dos o tres años. Las veíamos trabajar en sus casas ayudando a sus madres: hacían los recados, limpiaban y si tenían un hermano pequeño lo cuidaban y lo sacaban en brazos a la calle como si siguieran jugando a las muñecas.
Las niñas de aquel tiempo asumían una responsabilidad en las casas que no tenían los niños. Mi madre solía repetir que Dios le tenía que haber dado una hija entre los cinco hijos que tuvo para que hubiera podido tener alguna ayuda. Nosotros colaborábamos en los mandados y solíamos ser obedientes, pero a la hora de la limpieza y de la comida solo servíamos, según mi madre, para poner cosas en medio y para alborotar.
Qué corta era la infancia para muchas de aquellas niñas de mi barrio a las que les perdíamos la pista cuando dejábamos la escuela. El salto al instituto era un abismo que nos marcaba caminos distintos. Las que seguían estudiando disfrutaban de una adolescencia que no llegaban a conocer las otras niñas, las que dejaban los estudios y se dedicaban a ser mujeres prematuramente.
Un día se echaban novio mientras los demás estábamos todavía jugando a la pelota, las dejábamos de ver y cuando volvíamos a tener noticias de ellas eran novias formales o se habían tenido que casar precipitadamente.
Qué mayores nos parecían cuando volvíamos a encontrárnoslas años después. La maternidad las envolvía en un halo de responsabilidad que las convertía en mujeres adultas ante nuestros ojos. Dónde había quedado aquella niña con la que tantas veces compartimos los besos a escondidas en la soledad de un portal oscuro. En aquel tiempo nos gustaba mucho jugar a los médicos para reconocer a las pacientes y también a las prendas para poder disfrutar del regalo de los primeros besos. Todo se hacía a escondidas y se disfrutaba doblemente por el placer que siempre tuvo lo prohibido.
Qué tardes aquellas, mientras nos devolvíamos las caricias a cuenta gotas en el hueco de las escaleras y por una ventana se escapaba la voz de una madre recordándole a su hija que ya estaba bien de calle, que era la hora de poner la mesa.
Un día las perdíamos de vista y la vida nos separaba para siempre. Aquellas niñas de nuestro barrio que se hicieron mujeres sin dejar de ser niñas pasaban a engrosar la lista de madres y asumir todas las responsabilidades que entonces tenía el ‘oficio’.
A mí me parecía, desde mi perspectiva infantil, que ser madre era más complicado y más sacrificado que ser padre. Yo veía la vida de mi madre y prefería la que tenía mi padre. Los dos trabajaban en la tienda, pero como casi todas las mujeres de aquella época, la mía no descansaba nada más que para dormir.
Las mujeres de entonces, al menos las que yo tenía más cercanas, se levantaban las primeras. Eran nuestro despertador y nuestras cocineras que nos tenían el desayuno preparado antes de que nos levantáramos de la cama. Se arreglaban poco porque pensaban más en sus hijos que en ellas mismas y el día que por un hecho extraordinario como un bautizo o una primera comunión iban a la peluquería, se pintaban y se ponían ropa nueva, nos costaba trabajo reconocerlas.
Aquellas mujeres no paraban ni para escuchar las historias de la radio. Oían las novelas y entonaban las canciones de los discos dedicados sin parar de trabajar porque había que lavar la ropa en la pila del patio y luego subir a tenderla, porque tenían que fregar los platos y el suelo después de comer, porque tenían que planchar y coser y porque tenían que ser la fuerza y el sentido común de cada casa.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/12/almeria/229812/las-ninas-que-jugaban-a-ser-madres