En la escuela antigua, cuando llegaba la hora de un examen, el maestro o la profesora solía dictarnos las preguntas o las iba dibujando en la pizarra. Era un ritual que tenía sus normas. Cuando la pregunta era esperada, es decir, de las que se consideraban fáciles, se escuchaba un rumor de alivio en la clase, mientras que cuando era difícil los gestos de disgusto se repetían entre las bancas por lo que el maestro podía presagiar los éxitos y los fracasos antes de que empezaran a escribir.
En la escuela antigua reinaban las chuletas tradicionales de toda la vida y los métodos más o menos ingeniosos que cada uno utilizaba para coger el atajo más corto para llegar a ese escenario deseado que era el aprobado final. Había quien no se esforzaba ni a la hora de elaborar la chuleta y se llenaba las palmas de las manos de nombres o de fórmulas matemáticas a ver si caía la breva.
Lo más común era llevarse el papelito metido en el bolsillo o en algún pliegue de las faldas como hacían las niñas y sacarlo con sigilo en un descuido del guarda. Había que tener mucho cuidado a la hora de sacar la chuleta porque el ruido nos podía delatar. Había que ser un poco actor en esos instantes para no perder la compostura y que el gesto de preocupación, y a veces de miedo, no nos traicionara en el momento clave.
Había que sacar la chuleta con decisión, con la máxima confianza y mirando al tendido, como si estuviéramos esperando la llegada de las musas. Las prisas eran malas consejeras, por lo que era más seguro apostar por la lentitud, como si estuviéramos recreándonos en el engaño, como si estuviéramos disfrutando de verdad de ese oscuro placer de copiarse.
Los grandes copiones, los que habían hecho de la técnica un oficio, nunca perdían la media sonrisa, ese gesto de seguridad que te permitía no temblar cuando el profesor se levantaba de la silla, bajaba de la tarima y se daba una vuelta entre las mesas buscando algún infractor. Más de una vez, en esos segundos en los que el maestro iniciaba su recorrido de guardia, el ruido apresurado de un papel fue la pista para descubrir al ‘timador’.
A finales de los años setenta, cuando empezaba a dar sus pasos la nueva escuela que vino de la mano de la Transición, los modernos métodos tecnológicos cambiaron la forma de copiarse. Los maestros y las maestras dejaron de dictar las preguntas y nos entregaban los exámenes con las cuestiones escritas a máquina, después de haber pasado por la máquina multicopista.
Una nueva posibilidad se abría entonces para los amigos del arte de copiarse, la de enfrentarse al examen sabiendo de antemano todas las preguntas que iban a caer. La clave estaba en coger una de las copias unos días antes, lo que requería profanar la sala de la máquina multicopista.
La esperanza de un aprobado tramposo en un examen final, después de no haber dado golpe en todo el curso, animaba a muchos a jugarse el tipo en aquellas escaramuzas. Los preparativos se hacían con nocturnidad y alevosía para hacer realidad ese sueño de encontrarse con el tesoro: el temido examen de matemáticas, de Lengua o de Historia impreso en un folio o tatuado en una de aquellas hojas azules y negras de papel de calco que había que mirar al trasluz para sacarle tajada.
En mi escuela, el colegio público Cruz de Caravaca, vivimos la experiencia irrepetible de pillar el examen final de Sociales de Octavo de EGB allá por el mes de junio de 1977. El especialista que se atrevió a entrar de noche en el colegio por una ventana y coger la copia era Dios trepando fachadas y un valiente de película, pero tan mal estratega, con la cabeza llena de tanto serrín que no se le ocurrió otra idea que compartir el tesoro con todos los compañeros de la clase. Cuando el bueno de don Pedro, que así se llamaba el profesor, corrigió las pruebas y descubrió que hasta el más torpe, el que festejaba la nota de un ‘4’ como si fuera un sobresaliente, había rozado el ‘10’ en el examen final, descubrió el entuerto, lo que provocó un escándalo mayúsculo en el colegio y la repetición oral, uno por uno, del examen.
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