La calle de San Ildefonso era en aquel tiempo casi una avenida que nacía a los pies de la Alcazaba, nada más terminar la cuesta de Cruces Bajas y desembocaba hacia poniente en la calle de Arquímedes, donde estaba el Cinema Pavía. Era una calle larga con viviendas de puerta, ventana y espléndidas azoteas desde donde se podía ver el mar y el entramado de cuevas de los cerros de la Chanca. Corría paralela a la Plaza de Pavía, que quedaba por debajo y formaba parte de una encrucijada de callejones y de una corriente de vida que era un río interminable.
Allí, en el número 18, en una de aquellas casas típicas de los barrios humildes de Almería, vivía y tenía su trabajo don Manuel Flores Pérez (1907-1993), que compartía su vida y su oficio con su esposa, doña Carmen Sanz Aguado (1912-2000). Regentaban una de las muchas escuelas de barrio, escuelas de pago como se decía entonces, que surgieron por la ciudad en los años de la posguerra y que estuvieron vigentes hasta que en los setenta, la nueva ley de Educación cambió el sistema con la implantación de la EGB, que significaba la prolongación en tres años más de la edad escolar.
Cada barrio tenía su maestro privado. Quién no recuerda al célebre don José el aceitero, por el que pasó toda una generación de niños y adolescentes en sus años de preparación del examen de Ingreso. Quién no ha oído hablar de don Miguel Romero, que llegó a montar un gran centro escolar en la Plaza de Marín que se llegó a convertir, junto al colegio San José de la calle de la Reina, en un referente de aquel tiempo.
La escuela de don Manuel tenía dos clases, la suya, para los cursos superiores, y la de su mujer, que era la maestra de los más pequeños. Las aulas eran las propias habitaciones de la vivienda que habían ido adaptando colocando una pizarra en la pared y un pelotón de bancos de madera corridos donde bien apretados podían entrar hasta cinco. La casa disponía de un patio que nunca sirvió de recreo porque en la escuela de don Manuel no había tiempo para el descanso.
Las familias mandaban a sus hijos a los maestros de pago para que los educaran en el esfuerzo, para que los hicieran hombres de provecho y pudieran labrarse un porvenir estudiando. Era el sueño de tantos padres y madres de aquella época, que sus hijos pudieran tener lo que no tuvieron ellos. Por eso, hasta las familias más humildes invertían en buenos maestros en busca de ese sueño dorado.
Don Manuel era un buen maestro, de los que educaban a los hijos ajenos como si fueran los suyos, de los que te enseñaban de verdad y te hacían tener una base sólida de conocimientos que luego te servía para cuando dabas el salto al Instituto.
Los antiguos alumnos de la escuela recuerdan al maestro como un hombre austero, recto como la vara que tenía encima de la mesa que a veces utilizaba para poder asegurarse el orden dentro del aula.
Las palmetas, como le decíamos los niños de entonces, formaban parte del método de aprendizaje y nos motivaban a la hora del esfuerzo. Difícilmente un maestro de aquellos años hubiera podido imponerse a treinta niños utilizando solo el diálogo, el razonamiento y el consenso. Muchos niños de entonces, curtidos en la libertad absoluta de las calles, necesitábamos una buena dosis de disciplina para poder rendir dentro de un aula, y esa dosis venía de la mano del maestro y de su célebre vara, ante la que comparecíamos cada vez que no hacíamos la tarea o alborotábamos más de lo que estaba permitido.
El maestro de la calle de San Ildefonso no se recreaba en los castigos, no disfrutaba viendo sufrir a los alumnos, pero sabía cuándo tenía que emplearse a fondo y cuándo no había otro camino que el del varetazo. Qué momentos tan solemnes se vivían cuando un profesor sacaba a un niño a la palestra y éste estiraba el brazo, abría bien la mano y esperaba el castigo. A veces se producían instantes de tensión si el reo no aceptaba la sentencia y cuando el maestro iba a ejecutar el golpe retiraba la mano provocando que el impacto cayera en el vacío ante las risas del resto de la clase.
De don Manuel se contaba que tenía el título de profesor de Mecánica y que en los años de la República había sido farero en el cabo de Palos de Cartagena, pero que al terminar la guerra había tenido que sufrir represalias por sus ideas políticas y se había visto obligado a cambiar de oficio, como le ocurrió a tantos de su generación. Tuvo que ganarse la vida montando una pequeña escuela en su propia casa, ayudado por su mujer, doña Carmen Sanz, unas vasca del pueblo de Guecho que se encargaba de la clase de párvulos. El colegio fue una buena idea y durante dos décadas funcionó a toda máquina. Era complicado, cuando llegaba el mes de septiembre, encontrar una plaza libre para el nuevo curso, pero don Manuel siempre se las arreglaba para poder aumentar la plantilla aunque tuvieran que apretarse en las bancas o aunque los niños tuvieran que traerse las sillas de sus casas.
La escuela de don José fue el faro del Reducto, un símbolo de su tiempo, un santuario que dejó una profunda huella en sus alumnos. Cuando a media mañana, en el silencio del barrio, sonaban a coro las voces de los niños recitando la tabla de multiplicar o los ríos de España, los vecinos sabían que la vida seguía su curso con absoluta normalidad.
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