Hace cuarenta años no había asociaciones de madrinas caritativas y generosas como las que hay ahora que se preocupan de los gatos sin dueño, les dan de comer y los llevan al veterinario.
En mi infancia los gatos campaban a sus anchas por las calles y reinaban en los solares abandonados. En aquella época había muchos solares libres porque cuando se caía una vivienda de vieja o la derribaban, solía pasar bastante tiempo, a veces incluso varios años, para que volvieran a construir y los solares se quedaban en los barrios formando parte del paisaje para alegría de los niños y de la población felina que era muy abundante.
Solía ocurrir con alguna frecuencia que los solares y las casas abandonadas que se quedaban como moradas de los gatos fueran nidos de pulgas, por lo que casi todos los niños de aquella época conocimos en nuestras carnes el desagradable picor que te causaban aquellos insectos cuando se colaban entre la ropa. Más de una vez, las incursiones furtivas en viviendas abandonadas nos dejaron las piernas llenas de ronchas y todo el cuerpo sometido a un intenso picor que nuestras madres trataban de aliviarnos a base de la crema Nivea.
Los gatos de los solares eran gatos solitarios que se buscaban la vida rebuscando entre los desperdicios de las basuras. Cuando en los años setenta se puso de moda sacar las bolsas de basura a las puertas de las casas para que pasaran los de la limpieza a recogerlas, los gatos se ponían las botas por las noches profanando las bolsas y sacando la comida que después se quedaba esparcida por la acera provocando una imagen sucia y maloliente en muchas calles de la ciudad.
Los niños callejeros no nos llevábamos muy bien con los gatos vagabundos ni tampoco con los perros. Ya nos advertían en nuestras casas que tuviéramos cuidado con ellos porque podían provocarnos alguna enfermedad si nos arañaban o nos mordían. En todos los barrios se conocía la historia de algún niño al que habían tenido que ponerle la inyección contra la rabia, uno de los pinchazos más temidos en la mitología infantil de aquel tiempo, mucho más que la inyección del tétano, porque según contaban, era más dolorosa.
Como no hacíamos buenas migas con los gatos de la calle solíamos declararles la guerra con frecuencia. Los mayores nos contaban que en sus tiempos se organizaban partidas que salían en busca de gatos sin dueño para alimentar las fieras que venían con los circos. A cambio los dejaban entrar gratis.
Nosotros, los que vinimos después, no llegamos nunca a cometer una barbaridad parecida, pero sí es verdad que nos pasábamos de la raya jugando a apedrear gatos en las tapias de los solares, casi siempre con escaso éxito ya que eran rápidos y ágiles y acababan burlándose de nosotros.
Dónde más gatos había era en la zona del puerto. Recuerdo que entre las piedras del espigón de Levante se refugiaban decenas de felinos que se pasaban allí los días buscando comida entre las rocas. Solían ser gatos gandules que se habían acostumbrado a vivir de las rentas y estaban siempre pendientes de los pescadores de caña que entonces eran mayoría a lo largo del muelle. Al lado de un pescador siempre aparecía un gato que se acercaba con sigilo y se colocaba a la espera, aguardando a que lo obsequiaran con uno de aquellos pescados que no servían ni para las sartenes de los más pobres.
Los gatos del puerto eran pacíficos. Se habían acostumbrado a la presencia del hombre porque vivían de su generosidad y se dejaban acariciar a cambio de una propina. Todo lo contrario que los gatos de los solares, que eran desconfiados y agresivos, habituados a tener que estar huyendo continuamente de la constante amenaza de los niños.
En los barrios más humildes y en las casas viejas, la presencia de un gato se hacía imprescindible. Era raro encontrar una vivienda que no tuviera ratones, por lo que el gato se convertía en un colaborador indispensable para ahuyentarlos. Para que el animal estuviera preparado para el combate, era necesario tenerlo a régimen sin contemplaciones. Un gato bien comido se pasaba más tiempo durmiendo que cazando, por lo que no era conveniente mimarlo demasiado.
Los gatos eran también los fieles compañeros de las personas que vivían en soledad. Recuerdo que en mi barrio abundaban las viudas, ancianas que se habían quedado solas y que encontraban en la presencia de los gatos la compañía que les hacía más soportable la vejez. En la Plaza de Romero, cerca de la calle Antonio Vico, había una vieja, la señora Sacramento, que vivía en una cochera oscura, iluminada por un candil y rodeada de gatos. Los niños íbamos allí a comprarle golosinas y a admirar a aquel regimiento de felinos que le arropaban el alma en invierno.
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