Una de las tertulias más perseverantes en el viejo Café Colón de antes de la Guerra era la de los médicos, situada bajo la balaustrada central del establecimiento. Allí se sentaban a diario, en torno a dos veladores con vasos de café y un azucarero, galenos como Juan Antonio Martínez Limones, Juan Banquieri, los hermanos Martínez Sicilia o Antonio Ramírez, que debatían o hacían chanzas sobre cualquier aspecto de la vida de Almería, mientras, de cuando en cuando, en un rincón algún artistas tocaba un violín o un piano.
Éste último contertulio reseñado, Antonio Ramírez Sánchez (1889-1959), fue uno de los doctores más pintorescos de la ciudad y al mismo tiempo protagonista de una carrera consagrada, en parte, a los pobres de solemnidad como médico de la beneficencia municipal.
Don Antonio Ramírez era un bromista que caía bien a la mayoría de sus pacientes y al mismo tiempo se batió el cobre para que en ninguno de los hogares más necesitados de su distrito faltara nunca una vacuna, una cura de urgencia o un medicamento para la garganta. Nació en la antigua Plaza Bermúdez -hoy de Vivas Pérez- encima de la quincallería El Fénix que su padre, Jerónimo Ramírez de Sepúlveda, regentaba. Su madre, Manuela Sánchez Rull, era pariente del célebre arquitecto Enrique López Rull.
El día de la aciaga riada de 1891 iba de la mano de su madre cuando les sorprendió el caudal que vomitaba la rambla alfareros. Consiguieron salvar la vida refugiándose en el portal de la farmacia de Durbán. Antonio tuvo tres hermanas: Dolores, casada con Jerónimo Abad Sánchez; Rafaela, casada con Joaquín Romero Moncada y Enriqueta, casada con Tomás Silva Corral, interventor de los Ferrocarriles y padre del que fue cura de Roquetas, Enrique Silva Ramírez.
Antonio estudió en el Colegio de Jesús -que fue edificio de Correos- y teniendo claro que no quería seguir el oficio de comerciante de su progenitor, se inclinó por la carrera de medicina. Quizá influyera el título de cirujano de su tatarabuelo, natural de Lucena (Córdoba) que colgaba del salón de su casa y que cada noche miraba fascinado antes de irse a la cama.
Se matriculó en la Universidad de Sevilla cuando para llegar a la ciudad del Guadalquivir tenía que ir en barco primero hasta Málaga y después emprender camino en diligencia. Allí, además de estudiar con aplicación, se metió en la tuna universitaria, se aficionó al cante jondo de los tablaos hispalenses y a los toros en La Maestranza. Participó como crítico en el Primer Concurso de Cante Jondo de Granada celebrado en el patio de los Aljibes de la Alhambra donde conoció a Federico García Lorca. Llegó a atesorar, Antonio, una de las más sustanciosas colecciones de discos de pizarra en Almería dedicados al flamenco, especialmente de su ídolo Antonio Mairena. Su encandilamiento por la voz quizá fue lo que le llevara a especializarse como otorrinolaringólogo en Madrid, con el profesor Tapia, tras finalizar la licenciatura en 1914. Después volvió a su ciudad a ejercer su profesión convirtiéndose en el primer médico especialista en oído, nariz y garganta.
En 1917 ya estaba practicando complejas operaciones de garganta como la del farmacéutico Enrique Enciso, abriendo consulta en el Paseo del Príncipe y después en Obispo Orberá, 24.
Durante la funesta epidemia de gripe de 1918 recorrió en caballería varios municipios como Felix y Enix para socorrer enfermos y dar consejos sanitarios en las plazas de los pueblos. Finalizado el azote, fue reconocido, junto a otros compañeros como Gregorio Juaristi, Manuel Gómez Campana y el practicante Santiago Vergara, por su gran labor de curación entre las familias menesterosas.
Su vocación por los más necesitados le animó a presentarse a las oposiciones para una plaza de médico de la beneficencia municipal que obtuvo en 1920 como número uno, sustituyendo al fallecido Rafael García Langle.
En el día de Nochevieja de 1924 se casó con Dolores Pérez, hija del comerciante de paños oriundo de Fortuna (Murcia), Bartolomé Pérez Palazón, que regentaba la célebre tienda de tejidos Villa de Lyon. Estableció su casa y por un tiempo su consulta en la Glorieta de San Pedro.
Como médico de la beneficencia tenía asignado el Distrito 5 y tenía como compañeros al practicante Luis Díaz Plaza y a la matrona María Picón Belmonte. El centro municipal de la beneficencia era la Casa de Socorro donde los sanitarios tenían que atender las urgencias, dispensar medicamentos y hacer guardias nocturnas. Los médicos de la beneficencia cobraban un pequeño salario del Ayuntamiento y estaban obligados a pasar consulta gratuita una hora diaria. Sin embargo, cuando Antonio Ramírez conseguía hacer sanar a un niño de una familia de escasos recursos, no había manera de detener a esos padres humildes y agradecidos que le llenaban la consulta de canastos con docenas de huevos, tarros con leche de cabra recién ordeñada o sacos con tomates de la vega.
A pesar de todo, Antonio no dejaba de formarse y solía acudir a Madrid a los congresos médicos de la época o a San Sebastián, al sanatorio del eminente doctor Asuero, célebre en aquellos años por sus operaciones de trepanación de oídos. Era un profesional como la copa de un pino, don Antonio, y lo complementaba con sus aficiones a los conciertos de flamenco, a la Semana Santa (era secretario de la Cofradía del Santo Sepulcro) a los toros, con entradas con las que le obsequiaba la Asociación de la Prensa de la que era su especialista en garganta. Y seguía con las tertulias en el Colón y en la rebotica de la farmacia de su amigo Rafael Nieto Amérigo, junto a Antonio Villaespesa y Cristóbal López.
La Guerra se la pasó como médico de los carabineros que le pagaban con cachos de pan blanco que daba a sus hijas. En los años 40 y 50 siguió ejerciendo su profesión con dedicación, con esmero, como siempre con una especial mirada hacia los más desvalidos de la ciudad. Al tiempo que no renunciaba a sus aficiones, a la literatura, a la música, a la charla diaria. Y formó parte de una tertulia literaria en La Granja Balear, junto a Celia Viñas y Juan Cuadrado, que fue el fermento de la posterior tertulia indaliana de Perceval. Falleció a consecuencia de un ictus en 1959, don Antonio, , el que fue uno de los médicos más queridos de la almería de su tiempo, el que siempre estaba para abrirle la puerta al enfermo necesitado que se quitaba la gorra con respeto nada más entrar en su despacho y que no tenía con qué pagarle, más allá de dejarle en la mesa un trozo de tocino envuelto en papel de estraza.
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