Llegaba un día en que los niños teníamos que dejar atrás el viejo triciclo remendado que habíamos ido heredando de un hermano a otro para dar el salto definitivo a la bicicleta. Aprender a montar en bici, sin ayuda y sin quita miedos, era un paso más en la infancia, subir un escalón y dejar atrás esa piel de párvulo indefenso siempre vigilado de cerca por un mayor, para meternos de lleno y con todos los derechos en el territorio de los callejeros independientes.
Montar en bici requería de un aprendizaje complejo. Lo más difícil era olvidarse del miedo y asumir que para aprender a montar primero había que aprender a caerse. Había que tener muy claro cómo había que poner las manos para frenar el golpe cuando llegáramos al suelo sin que sufriéramos ningún daño físico, y lo que era más importante, ningún quebranto psicológico. Aquel que no salía airoso del primer porrazo tardaba semanas en salir pedaleando solo porque antes de empezar ya estaba pensando en la caída.
La primera lección te la daba un hermano mayor o algún amigo del barrio que generosamente se convertía en tu profesor particular y se ofrecía a sujetar la bicicleta por atrás, agarrando fuerte el portaequipajes, para que el aprendiz se sintiera más seguro cuando iniciara la aventura. “No tengas miedo que te llevo agarrado para que no te caigas”, era la frase más repetida por el improvisado maestro. “Mira al frente y dale a los pedales”, era la siguiente consigna y entonces empezaba aquella odisea que casi siempre terminaba en el suelo ante la decepción del público asistente, ya que era costumbre, cuando un niño empezaba a pedalear, tener detrás un grupo de mirones.
Cada pedalada era una conquista que te llenaba de euforia y cada caída una derrota que a veces te obligaba a tocar retirada aunque solo fuera por un día. Cuando olvidabas el fracaso volvías a intentarlo, diciéndote a ti mismo que esta vez sería la definitiva.
“No mires al suelo”, te repetían y así, a fuerza de consejos y de golpes, llegaba el momento glorioso en el que sentías por primera vez esa llama de felicidad en estado puro que te quemaba el pecho cada vez que dabas una pedalada completa sin caerte y conseguías dominar aquel potro indomable. “Dale, dale, sigue sigue, eso es, ya vas tú solo”, te gritaba el profesor mientras los otros aplaudían.
Solía ocurrir que cuando por fin aprendías a montar en bicicleta ya no querías hacer otra cosa en tu vida y al menos durante un par de semanas, todos tus sueños infantiles terminaban encima del sillín. Estabas en la escuela y contabas los minutos que faltaban para salir y coger la bicicleta. “Estas con la bici como Jeromo con la vaca”, nos decían los mayores y nosotros asumíamos esa comparación sin saber quién era Jeromo ni que relación tenía con su vaca.
De tanto ensayar no tardábamos mucho en convertirnos en maestros del pedal. Cuando nos sentíamos fuertes encima del sillín, cuando todo lo teníamos controlado, era costumbre dar un paso más y aprender a llevar la bici con una sola mano. Pero no nos conformábamos con ese progreso y no tardábamos en querer emular a los más osados de nuestro barrio que tanta envidia nos daban cuando pedaleaban sin utilizar las manos. Más de uno de los que recorrían las calles diciéndole a los amigos aquello de “mira, mira, sin manos”, terminaron dejándose la frente o algún diente en el asfalto.
Conducir sin manos te elevaba al olimpo de los dioses de barrio, al mismo nivel de los que se jactaban de saber hacer el caballico, y te abría las puertas de esa aristocracia arrabalera que presumía delante de las niñas a golpes de fuerza y valentía. Cuánto nos gustaba ‘chulearnos’ cuando íbamos con la bici y nos cruzábamos con un grupo de niñas del colegio. Era el momento de demostrarle que uno no era aquel alumno tímido que agachaba la cabeza delante del maestro, y entonces, sin pensarlo, nos subíamos al trapecio quitando las manos del manillar para que vieran que en matemáticas podíamos ir de culo, pero en coraje íbamos sobrados.
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