En una vieja caja de madera, entre los recuerdos familiares, Manuel Cuesta González guarda un retrato tan antiguo como la propia historia de la fotografía en Almería. Está fechada el 26 de agosto de 1888 y en ella aparece la figura de un hombre joven montado en reposo sobre un hermoso caballo blanco. Es Antonio González Egea, su abuelo materno, que quiso inmortalizar la inauguración de la Plaza de Toros de Almería con esa fotografía donde va vestido de alguacilillo. Está colocado de perfil, con la cabeza girada hacia un costado, mirando con descaro al fotógrafo, sintiéndose protagonista de aquel momento.
Lleva una interminable espada blanca en la cintura, que cae sobre el lomo del caballo acentuando la estampa medieval del retrato.
Las fotografías son los únicos recuerdos que tiene de su abuelo, que falleció cuando Manuel tenía cinco años de edad. Más de una vez estuvo entre sus brazos y recibió sus caricias, pero su memoria infantil no llegó a conservar ninguna de aquellas escenas afectivas y solo se le quedó grabada la escena del último instante, cuando desde el balcón de su casa en la calle Navarro Rodrigo vio cruzar por el Paseo una comitiva de hombres enlutados y la carroza fúnebre donde iba el féretro del abuelo Antonio. Era la tarde del 27 de noviembre de 1939 y la ciudad se preparaba para vivir el primer invierno de la posguerra.
Antonio González Egea (1872-1939) era uno de los hijos de José González Canet y el que más empeño puso en seguir los pasos marcados por su padre. Mantuvo y aumentó sus propiedades, continuó con la actividad bancaria, fue consignatario de buques, productor y exportador de frutas, como su padre, y como él, llegó a tener en sus manos el bastón de mando como alcalde de Almería, cargo que alcanzó por primera vez cuando muchos decían que era un niño, un joven que estaba todavía en pañales, sin el recorrido necesario para aguantar la responsabilidad del puesto.
En la tarde del 29 de julio de 1897 llegó a Almería, a través del telégrafo, el nombramiento de Antonio González Egea, el hijo del jefe del partido conservador, como nuevo alcalde. La noticia fue recibida con duras críticas y muchas dudas por el periódico más influyente de aquella época, ‘La Crónica Meridional’, que publicó un artículo cuestionando el nombramiento: “Para ser alcalde se requieren tres condiciones indispensables: tener alguna práctica de la vida pública; poseer conocimientos en asuntos administrativos y alcanzar edad y experiencia bastantes para poder estar con acierto en un cargo tan espinoso y difícil. No aseguramos nosotros que el señor González Egea no pueda ser un buen alcalde; lo que la oposición observa con nosotros es que le faltan aquellas condiciones, sin las cuales es posible, pero no probable, que pueda estar a la altura del cargo que se va a ocupar. Un alcalde nuevo, flamante, de veinte y seis años, cuya carrera política ha comenzado sentándose en el sillón presidencial”, contaba el artículo del periódico.
No le faltaba razón al que dijo que iba a tener que transitar por un camino muy complicado en aquella aventura en la política. Antonio González Egea tuvo que batallar contra las continuas críticas sobre su gestión antes incluso de que tomara alguna medida y contra los graves problemas sociales que sufría Almería en aquellos últimos años del siglo diecinueve, casi todos derivados del paro y de la pobreza. Uno de aquellos problemas fue el de la mendicidad. Los pobres de solemnidad se habían echado a las calles a pedir y era frecuente la estampa en la puerta de los principales cafés del Paseo, de mendigos harapientos que utilizaban a chiquillos escuálidos para pedir limosna. Las puertas de las iglesias estaban tomadas por mendigos así como los alrededores del Mercado Central.
Almería, para los viajeros que llegaban de fuera, sobre todo en los meses de faena de la uva y para la carga del mineral, ofrecía un aspecto pobre de ciudad atrasada contra la que quiso luchar el joven alcalde sin tiempo para conseguirlo.
Tres meses y tres días después de tomar posesión del cargo, se recibió en el Ayuntamiento la Real Orden admitiendo la dimisión del señor González Egea, nombrándose en su lugar a Guillermo Verdejo Ramírez. Era el día primero de noviembre, festividad de todos los Santos, del año 1897.
Dejar la alcaldía fue un respiro para el joven empresario, que volvió a dedicarse de lleno a sus negocios, aunque sin abandonar nunca la actividad política. Los primeros años del nuevo siglo fueron de grandes éxitos como consignatario y de suculentas ganancias con la exportación de la uva.
En 1909, Antonio González Egea contaba con más de treinta vapores que llevaban el preciado fruto de nuestra tierra a todos los rincones del mundo. Era el que más carga llevaba a Nueva York, cerrando aquella campaña con cerca de trescientos mil barriles exportados a Europa y a América. Antes de que terminara el año, y mientras contaba las ganancias de sus empresas, volvió a la primera línea de batalla política saliendo elegido concejal por el partido conservador.
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