Un año después del comienzo de la contienda, la ciudad seguía sufriendo por culpa de la guerra europea y de la profunda crisis económica que se hacía especialmente dura en el sector minero, una actividad que daba trabajo a diez mil hombres en toda la provincia y que se había quedado casi paralizada.
En los dos primeros meses del año 1915, la Compañía de Ferrocarriles del Sur de España ingresó 640.890 pesetas, doscientas mil menos que en el mismo período del año anterior. El dato reflejaba la disminución del movimiento comercial en la provincia. Ese año la Feria de agosto fue muy modesta, se redujo a un castillo de fuegos artificiales que se celebró en el cauce de la Rambla, varios conciertos musicales de la banda municipal, la procesión de la Patrona y dos corridas de toros que se pudieron celebrar gracias a la generosidad de Antonio González Egea que cedió la plaza de forma gratuita. “No se puede hacer otra cosa porque pocos forasteros nos visitarán dada la miseria que reina en toda la provincia”, decía un artículo del periódico.
Mientras la ciudad celebraba tímidamente su Feria, el presidente de la Cámara Agrícola, don José Molero, y el del Círculo Mercantil, don José Sánchez Entrena, recibieron un telegrama del Gobierno británico en el que ofrecía no poner obstáculos a la libre importación en Holanda de la uva almeriense, siempre que no apareciera consignado ni lugar, ni persona ni entidad de nacionalidad enemiga de la Gran Bretaña. La noticia era otra válvula de escape para aliviar la crisis económica local y garantizaba la posibilidad de seguir exportando barriles de uva a los puertos ingleses y al de Amsterdam, además de mantener los mercados abiertos con Nueva York, Santos (Brasil) y La Habana (Cuba). Esa tarde, en el despacho de González Egea se brindó con champagne.
Fueron años muy duros para la economía almeriense, azotada por una crisis de mercados de la que no se libraron tampoco las boyantes empresas de González Egea. A las penurias que fue dejando la gran guerra se unió después la epidemia de gripe de 1918, que dejó un reguero de muerte sobre la miseria.
La guerra y después la gripe habían mermado los negocios de Antonio González Egea, pero no su capacidad de trabajo, por lo que la recuperación de los mercados extranjeros le permitió volver a elevar la actividad exportadora a los niveles previos a la crisis. Seguía siendo uno de los grandes personajes de la ciudad, presente en todos los acontecimientos donde estuviera en juego el buen nombre de Almería. Si su padre, José González Canet, había tenido el privilegio de llevar en su carruaje al Rey Alfonso XIII, en 1911, diez años después el landó de lujo de Antonio González Egea paseó por las calles de la ciudad al obispo Fray Bernardo Martínez Noval en su entrada triunfal en Almería.
Los años veinte fueron de recuperación económica y de dinamismo social. Con los negocios navegando a favor de corriente, el señor González Egea volvió a poner su mirada en la política. Tenía una espina clavada por su fugaz experiencia como alcalde. En 1897 había ocupado el cargo durante tres meses y aquella efímera experiencia le había dejado un poso de tristeza por no haber podido cumplir con las expectativas que se había marcado.
Quería volver a intentarlo; quería tocar de nuevo el bastón de mando veintisiete años después, con el poder que le daba ahora la experiencia de los años vividos. El 29 de marzo de 1924, durante la toma de posesión del nuevo Ayuntamiento, Antonio González Egea, fue elegido alcalde por veintinueve votos y una papeleta en blanco. En el acto de investidura quiso ser humilde diciendo que sabía que no tenía grandes condiciones políticas para el cargo, pero que le acompañaba la buena voluntad.
Unos días después de entrar en la alcaldía, González Egea se llevó un serio disgusto al comprobar el lamentable estado económico en el que se encontraba el municipio. Existía una deuda feroz con la Diputación que asfixiaba las arcas del Ayuntamiento, complicando que se pudieran abordar de inmediato asuntos que el nuevo alcalde consideraba fundamentales, como la mejora del abastecimiento de las aguas públicas y el proyecto de un futuro alcantarillado para que Almería empezara a subirse al carro de las ciudades modernas.
Para paliar la crisis de la caja municipal puso en circulación nuevos impuestos. Uno de los más llamativos fue el llamado ‘impuesto por cabra’, que entró en vigor el uno de septiembre de 1924. Consistía en cobrar cinco céntimos diarios por cada cabra dedicada por su dueño a la venta de leche.
El tránsito de los rebaños se convirtió desde entonces en una aventura para los pastores que desafiaban las normas municipales y se atrevían a meterse por las calles del centro para vender la leche de puerta en puerta sin ser descubiertos para evitar el impuesto. El Ayuntamiento para tratar de ejercer un mayor control, estableció un recorrido oficial para la circulación de cabras.
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