Almería encaraba la década de los años 30 y Antonio González Egea seguía siendo uno de sus grandes personajes, como antes lo había su padre. Seguía manteniendo una vida profesional frenética: los asuntos del banco, los negocios uveros, la presidencia de la sociedad Nuevos Riegos de San Indalecio, la fundación de la Cooperativa Eléctrica Popular, que se creó en 1928 para producir electricidad en las condiciones más seguras y económicas posibles, y su incesante actividad inmobiliaria.
Un personaje con tanta fuerza, tan activo en la vida de su ciudad, con tantas responsabilidades sobre sus espaldas, llegó a ser reconocido y querido en su Almería, pero también conoció el sabor amargo de las decepciones y el rencor de sus enemigos. Sus éxitos fueron incontestables, pero también conoció de cerca la huella de la derrota.
A lo largo de su trayectoria tuvo que enfrentarse a querellas e incluso superar anímicamente un intento de asesinato. Mantuvo pleitos dolorosos con su hermana Carmen por la herencia paterna y tuvo que soportar la presión de sus rivales políticos cuando el ayuntamiento le permitió abrir una calle nueva, como prolongación de la calle Infanta, que revalorizó algunas de sus posesiones.
De todos los sinsabores que afrontó a lo largo de su vida, tal vez ninguno le dejó tanta huella como el atentado que sufrió en el mes de agosto de 1931. El banquero había recibido unos días antes una carta anónima en la que se le comunicaba que tenía que entregar diez mil pesetas a una persona y que en el caso de negarse atentarían contra su vida. Inmediatamente, el señor González Egea dio cuenta del anónimo en la comisaría, en donde se puso en marcha un servicio de vigilancia cerca de la persona amenazada y de la vivienda del mismo, quedando un agente encargado de la misión. El día siete de agosto, Antonio González Egea le dijo al agente que hasta las nueve y media de la noche no saldría de su casa, hora a la que acostumbraba ir al Casino, de donde regresaba ya de madrugada. Unos minutos antes de que el reloj de la Catedral diera las nueve de la noche, cuando el banquero estaba introduciendo el llavín en la cerradura de su casa, sita en el número uno de la calle de San Pedro, se vio amenazado por un hombre que había estado apostado tras una de las puertas, y con ademán conminatorio le dijo: “Vengo a cumplir lo prometido, a que me dé lo que le he pedido o a matarle”. En esos segundos de sorpresa y de miedo, el amenazado hizo ademán de defenderse, provocando la reacción del asaltante, que con un arma blanca en su mano se abalanzó sobre él y le asestó dos golpes, dándose seguidamente a la fuga.
A los gritos que dio el agredido acudieron varias personas que en esos momentos caminaban por los alrededores aprovechando el fresco de aquella noche de verano. Una vez que lo introdujeron en su domicilio avisaron al médico, personándose en el lugar de los hechos los doctores Alférez y Martínez Sicilia, que al atenderlo apreciaron una herida incisa en la región esternal y otra en la axila izquierda, sin que ninguna de ellas revistiera gravedad. Los médicos aseguraron en su informe que la víctima había salvado su vida de forma milagrosa, gracias a que interpuso entre su cuerpo y el puñal un sombrero de fieltro que solía utilizar cuando salía a la calle. El sombrero frenó el golpe haciendo que la herida no resultara mortal.
El banquero salió ileso de tantas batallas que parecía intocable, hasta que un enemigo inesperado, un rival devastador, le dio un revés que nunca superaría. La Guerra Civil no supuso la muerte de Antonio González Egea, pero la precipitó. Estuvo a punto de encontrarla cuando unos meses después del inicio de la contienda fue detenido en su despacho de su vivienda en la calle de San Pedro, frente a la iglesia del Corazón de Jesús.
A Antonio González Egea se lo llevaron a la fuerza de su casa, escoltado por varios piquetes que no le dieron ninguna explicación. Solo le dijeron: “Tiene usted que acompañarnos”. Fue trasladado a las instalaciones de la antigua fábrica de azúcar del Ingenio, en la barriada de los Molinos de Viento, que fueron habilitadas como prisión. La presencia de la muerte fue una constante en su día a día dentro de la cárcel. Se despertaba sobresaltado cuando la voz de un guardia gritaba el nombre de algún recluso al que iban a darle un ‘paseo’.
La posibilidad de que una mañana le tocara a él, esa sensación de miedo e impotencia permanente, junto a las malas condiciones higiénicas y la precaria alimentación que recibía, fueron minando su estado de ánimo y su salud. Sobrevivió gracias a su patrimonio, que le permitía realizar importantes donaciones al comité central a costa de vender sus propiedades.
La Casa de Banca que dirigía tuvo que cerrar sus puertas y autorizó que en una parte de su vivienda particular instalaran la Gota de Leche, una institución benéfica de ayuda a los niños de la zona republicana, dirigida por los cuáqueros ingleses. La familia de González Egea siguió habitando la casa, a salvo por la presencia de aquellos bienhechores a cuyo frente estaba el ciudadano británico Mister Philips, que acabó convirtiéndose en un miembro más de la familia.
Al terminar la guerra, Antonio González Egea fue liberado. Tenía entonces sesenta y cuatro años, pero las heridas que le había dejado la cárcel eran ya incurables. Para salir adelante tuvo que vender alguna de las propiedades que le quedaban, entre ellas, un terreno conocido como la Huerta Alta, en la Carrera del Perú, donde un año después se construyó la nueva prisión provincial de Almería.
El 27 de noviembre de 1939, Antonio González Egea emprendió su último viaje. En la sesión municipal del último día de enero de 1940 se acordó que se le diese su nombre a la calle denominada entonces prolongación de Infanta.
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