Los que éramos niños hace cincuenta años somos testigos de una gran revolución sin que haya habido por medio ni guerras ni revoluciones. En apenas un par de generaciones hemos ido viendo desaparecer formas de vida que parecían estar consolidadas en la raíces de nuestra sociedad y por ello a salvo de cualquier naufragio. Era impensable entonces que los niños que inundábamos las calles y las plazas después del colegio iban a perder casi todo el protagonismo unas décadas después, que aquel tesoro heredado que eran los juegos callejeros iban a pasar a formar parte de la arqueología sentimental de una generación.
No es que las calles se hayan vuelto peligrosas, aunque ya no tengan esa condición de vientre materno que tenían entonces, es que los niños han dejado de ser mayoría. Las familias numerosas pasaron a ser historia y la infancia ha ido perdiendo presencia en las calles en este tiempo en el que las emociones y los sentimientos brotan en la pantalla de un móvil y entre las cuatro paredes de un ordenador.
Antes existía una estado permanente de libertad absoluta que generaba la vida en la calle. Era el contrapunto a la fuerte disciplina que se imponía en los colegios y a la autoridad incontestable de los padres. La calle era lo más próximo al paraíso que llegamos a conocer porque nos permitía desarrollarnos de forma espontánea, sin esa vigilancia de cerca de las madres que hoy vemos en cualquier plaza donde haya niños. Qué paradoja, custodian a los hijos como si el maligno estuviera esperándolos en cualquier esquina y después los dejan trotar con absoluta libertad por el universo de Internet donde la pornografía y la violencia son el pan de cada día.
Impresiona mirar atrás y comprobar todo lo que hemos visto caer en tan poco tiempo. Dónde quedó aquella vida familiar que se desarrollaba en las calles cuando todos nos conocíamos y las vecinas compartían las migas en los días de lluvia y los roscos en Semana Santa. Cuando llegaba el cartero y preguntaba por alguien todos sabíamos de quién se trataba y dónde vivía. Hoy no sabemos nada del vecino y si coincidimos en el ascensor miramos al techo sin tener nada que contarnos.
Cómo fueron desapareciendo de nuestros escenarios los vendedores callejeros y aquellos buscavidas que se ganaban los cuartos con oficios tan impensables hoy como los que recogían los papeles y la ropa vieja que sobraba en las casas. Desapareció el hombre que pasaba por los barrios arreglando los paraguas, el que vendía los chumbos, el que iba con la mula cargada de pescado, el que fabricaba los molinillos de papel y el que instalaba su carrillo de madera en la puerta de la colegios con la despensa llena de golosinas.
Hemos visto caer la vida en la calle, los juegos de los niños, las relaciones personales y hasta la jerarquía de la Iglesia. Un sacerdote raso tenía entonces galones de capitán y cuando cruzaba por la calle mientras estábamos jugando al fútbol parábamos el partido en señal de respeto.
Dónde quedaron aquellos juguetes que los propios niños nos inventábamos: las pompas de jabón, los tirachinas, los patinetes de madera, las muñecas de trapo, los aviones y los barcos de papel y aquellas cometas de caña y de papel en las que echábamos a volar toda nuestra imaginación.
Hemos ido viendo caer la lentitud del tiempo, las esperas que formaban parte del misterio que rodeaba nuestros deseos. La vida sucedía a paso lento y sabíamos esperar. Esperábamos a que llegara la hora de salir a la calle a jugar; esperábamos a que en nuestra tienda de música nos trajeran el último disco de nuestro cantante favorito; esperábamos a que saliera el álbum de estampas que estaba de moda y que siempre llegaba tarde a Almería; esperábamos la carta del hermano que estaba fuera y de la novia cuando nos íbamos a la mili; esperábamos al tren de Granada que siempre llegaba con retraso.
Hoy nadie espera. Todo sucede con un vértigo impaciente: basta pulsar un botón de un teléfono para escuchar la última canción de moda o para conocer la noticia que en ese instante se está produciendo. Recuerdo con qué impaciencia esperábamos en mi casa a que mi padre llegara con el periódico para leer la crónica del partido que había jugado fuera el Almería aunque hubieran pasado dos días por medio. Hoy cualquier noticia envejece en media hora y hay que remplazarla por otra para que sea rentable.
Hemos visto caer las enciclopedias, aquellos libros inmensos que decoraban las estanterías de las familias de la clase media y contenían todo lo que alguien pudiera imaginar. Cuando a los niños nos mandaban un trabajo en el colegio recurríamos a aquel librote sagrado que encerraba la verdad. Algunas de aquellas enciclopedias que parecían eternas, salieron a empujones de las casas y acabaron en un contenedor de basura.
Desapareció la cultura de los paseos por el puro placer de pasear, sustituida hoy por las caminatas deportivas contra el colesterol. Desaparecieron los novios formales que mostraban su amor por el Paseo y las parejas furtivas que se pegaban el lote en la oscuridad del Parque Viejo, ajenos a las miradas de los niños que íbamos a espiarlos.
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