El auténtico valor de las cosas

Una bicicleta rota, una pelota vieja, un baúl pasado de moda podían ser un tesoro

Las cosas no se medían por su precio, sino por el valor sentimental que tenían.
Las cosas no se medían por su precio, sino por el valor sentimental que tenían. La Voz
Eduardo de Vicente
20:59 • 17 mar. 2022

En el comedor de mi casa teníamos un aparato de radio que fue sobreviviendo, superando generaciones hasta hacerse eterno. Los niños jugábamos a ir buscando emisoras extranjeras con el dial, siguiendo la ruta que marcaba la pantalla en la que aparecían los nombres de ciudades remotas. Era como hacer un viaje: Lisboa, París, Londres, Roma, mientras sonaban entre las tinieblas voces lejanas de locutores extranjeros.



Cuando la radio se hizo vieja y se quedó anclada en un rincón, relegada al olvido por el protagonismo del televisor, a nadie se le ocurrió venderla a un anticuario ni tirarla al cubo de la basura. Aquella radio vencida por los años ya no tenía precio en el mercado, nadie hubiera dado un duro por ella, pero para nosotros seguía teniendo un valor incalculable.



Aquel viejo aparato había llenado de vida las noches de invierno de mis padres cuando a las nueve escuchaban el parte de Radio Nacional. Era la radio que acompañaba a mi madre por las tardes cuando lloraba con las novelas sin parar de coser y de planchar, la misma donde los domingos nos emocionábamos con los goles que nos traían los locutores de fútbol.



Cualquier objeto, lo mismo una radio que un mueble o un simple ventilador, se fabricaba y se compraba pensando que iba a durar toda la vida. Hoy, cualquier cosa viene con la fecha de caducidad. Vivimos en la era de lo efímero, donde lo viejo estorba y hay que reemplazarlo aunque siga siendo útil.



En mi casa, en una habitación escondida que llamábamos el cuarto viejo, guardábamos las botas de agua de goma que se sacaban tres o cuatro veces al año, cuando llovía de verdad. Las botas de agua nos doblaban la edad a los hermanos pequeños, estaban allí de siempre y las íbamos heredando como si fuera un tesoro. La mañana que nos levantábamos de la cama y escuchábamos el sonido de la lluvia en la ventana del patio, corríamos al cuarto viejo en busca de aquellas botas que con una capa de polvo encima nos esperaban todos los años con impaciencia. 



Eran unas simples botas de agua, pero para nosotros tenían el valor de lo que representaban. Nos evocaban esa sensación de libertad plena que para los niños de antes era atravesar los charcos. Con ellas nos sentíamos poderosos y jugábamos a imaginar que aquel charco de nuestra calle que siempre se formaban cuando caía un chaparrón, era uno de aquellos pantanos peligrosos que veíamos en las películas.



Cualquier cosa, por pequeña que fuera, tenía su valor más allá del precio. La figura del Corazón de Jesús que todavía preside un mueble de mi casa, tiene el valor de recordarnos a mi abuela que le rezaba todos los días para que nos diera salud. Nunca le pidió riquezas, ni siquiera trabajo, solo quería salud.



Qué precio podía tener aquel viejo balón de cuero medio descosido por la costura con el que jugábamos al fútbol en la calle. Ninguno. Sin embargo, los niños lo seguíamos venerando como una reliquia porque nos habían educado en la austeridad y en aquella cultura de aprovecharlo todo hasta el último suspiro. Casi todos tuvimos en el patio una bicicleta que era la bicicleta, como si fuera un miembro más de la familia. Había sido del padre y pasaba de mano  en mano formando parte de nuestro aprendizaje. El óxido le iba comiendo el cuadro, los frenos, las ruedas, pero seguía con nosotros porque estábamos unidos a ella sentimentalmente.


La ropa tampoco se tiraba. Cuando llegábamos con el pantalón magullado por las rodillas, nuestras madres los recuperaban con aquellos parches de cuero que los convertían en inmortales. Cuando dábamos un estirón la ropa se quedaba esperando al hermano que venía detrás o se guardaba en una talega para dársela al trapero que todo lo aprovechaba. 


Recuerdo que cuando  me tocó hacer la Primera Comunión me vistieron con el traje de un primo que la había hecho un año antes y que el regalo más importante que me hicieron fue media docena de ciclistas de plástico de la tienda de Alfonso que no costaron más de treinta pesetas. 


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