La primavera llegaba todos los años agarrada de la mano de San José. Aquel santo nos traía la magia de un descanso en medio de esa travesía del desierto que eran los meses posteriores a la Navidad, donde no había un solo hueco en rojo en el calendario cuando aún no existía el día de Andalucía.
Terminaba la Navidad y empezábamos una recta interminable en la que el colegio se nos atragantaba y no teníamos otra alegría que el esperado día de San José, preludio de las vacaciones de Semana Santa que intuíamos al otro lado del camino.
No se habían sacado todavía de la manga lo del día del padre, ese gran invento comercial, pero ya era una festividad suprema porque en casi todas las familias había un Pepe o una Josefina y porque necesitábamos ese descanso para poder respirar. En mi caso, y en el de todos los niños que estudiábamos en el colegio de don Rafael de la calle de la Reina, el día de San José venía con doble ración de fiesta, ya que en la víspera se detenían las clases por la mañana y nos llevaban al cine para celebrar a nuestro patrón.
Nunca he podido olvidar aquella sensación de libertad vigilada que sentíamos cuando a las once de la mañana de un día de diario recorríamos las calles del barrio todos en fila camino del Apolo o del Hesperia. Acostumbrados a pasar por esos mismos lugares con los amigos, disfrutando del tiempo sin límites y de la libertad absoluta, nos sentíamos extraños, como si esas no fueran nuestras calles, como si fuéramos extranjeros en medio de la fila de colegiales cogidos de la mano.
La primavera empezaba aquella mañana de marzo en la que en mi casa mi madre cambiaba el armario, que era algo parecido a cambiar de piel. Iba apartando la ropa de invierno y desempolvaba la de verano, antes de pasarla por la pila del patio que entonces estaba rodeada de un misterio de pila bautismal. Sí, la ropa que había estado durmiendo durante el largo invierno y olía a oscuridad y a tiempo detenido, había que glorificarla pasándola por la pila de mármol para sumergirla en el agua y el jabón Lagarto que obraban el milagro de la resurrección.
El día de San José era uno de los días grandes del calendario, a la altura del día del Corpus, incluso más importante teniendo en cuenta que se celebraba casi en todas las casas sin necesidad de ninguna procesión ni de ningún pretexto religioso.
Tenía, además, un componente comercial y gastronómico que acentuaba esa importancia. Como era el santo de media Almería ese día hasta las familias más humildes se permitían el lujo de celebrarlo con pasteles y en algunos casos hasta con una tarta. Que entrara una tarta en tu casa era para los niños de entonces una prueba palpable de la existencia de Dios. Tocaban a la puerta a media mañana y aparecía el repartidor de la confitería con aquel suculento regalo envuelto en una enigmática caja de cartón que era intocable.
La tarta, ese oscuro objeto de deseo, no se podía rozar hasta que llegara el momento. Abrirla requería de una ceremonia a la que los niños solo podíamos asistir como espectadores porque como no entendíamos de leyes, sino de instintos, al menor descuido nos saltábamos el protocolo y metíamos el dedo en el merengue rompiendo la magia de aquel instante.
La primavera empezaba aquella tarde alrededor de la mesa del comedor cuando de la cocina llegaba el inconfundible olor de los tostones que daban saltos de alegría en la sartén y cuando los niños esperábamos ilusionados a que partieran la tarta. Comíamos más con la vista que con la boca por lo que antes de empezar ya estábamos empachados de deseo.
En la mesa de la fiesta no faltaban los refrescos y en muchos casos la reglamentaria botella de anís, una bebida que no estaba prohibida para los niños, al contrario, teníamos nuestro minuto de gloria cuando una madre decía aquello de: “venga niño, bébete un sorbo que es bueno para las ganas de comer”. No recuerdo bien si aquel néctar me abría el apetito, pero sí que me ponía los ojos saltones y una extraña sonrisa en los labios.
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