La generación que nació tras la guerra civil

Fueron niños del estraperlo, del racionamiento y de la libertad absoluta de la calle

Dos niños jugando entre las rocas del espigón de poniente, al fondo el puerto pesquero.
Dos niños jugando entre las rocas del espigón de poniente, al fondo el puerto pesquero.
Eduardo de Vicente
08:59 • 28 mar. 2022

Era la generación que había nacido en lo más crudo de la posguerra, cuando las madres tenían que ir a los callejones del estraperlo buscando unos céntimos de azúcar para hacer un biberón. 



La generación de los pantalones cortos hasta en invierno, de la ropa que se iba estirando hasta que al niño le salía el pelo de la barba. Era la generación de los cortes de luz, de las cocinas de carbón, del petróleo que vendían por cola en las tiendas de barrio cuando había que utilizar la cartilla de racionamiento hasta para respirar. 



Era la generación de las mesas de camilla, del Parte de Radio Nacional, del sereno que iba por las calles recordando a los vecinos que era la hora de irse a la cama. La generación de las primeras inyecciones de penicilina que tantas vidas salvaron, la del ‘Z-Z’ que se untaba en el cabello para matar los piojos que abundaban tanto como las moscas en las tardes de verano. 



Era la generación de las historietas de los tebeos, de la misa obligatoria y de las sesiones de cine de los domingos. Los cines fueron el verdadero refugio espiritual para aquellos niños y aquellos adolescentes que soñaban con las aventuras de sus héroes y se enamoraban de las diosas de la gran pantalla, tan inalcanzables pero tan cercanas que a más de uno se le aparecía de noche en la soledad de las sábanas blancas. Venían de las estrecheces, de los días de escasez en los que en las casas no se tiraba nada y los niños se educaban en la disciplina de la austeridad, cuando un trozo de pan y chocolate era un privilegio, cuando el olor a mantequilla era el perfume que inundaba las calles a la hora de la merienda, cuando la ropa formaba parte de la familia y se iba heredando de un hermano a otro, remendada, descolorida, usada. Muchos venían del hambre de sus casas, de ese hambre insaciable que marcó a aquellas generaciones de niños, que aunque no llegaron a pasar las mismas necesidades que sus padres, llevaron colgado para siempre el estigma del hambre como una herencia, como una forma de entender la vida y de mirar al mundo. 



Fueron la generación que nació en la década de los cuarenta, los últimos que conocieron las restricciones de luz, los que aprendieron a leer y a escribir en aquellas escuelas de pago que surgieron por todos los barrios como flores de un tiempo; colegios grises y húmedos donde los maestros utilizaban los castigos con las palmetas de madera como recurso pedagógico; colegios de oscuros retretes y cuarto de las ratas donde los desobedientes pagaban la condena de su eterna indisciplina.  



Fueron los últimos que cantaron el ‘Cara al sol’ antes de salir de clase, los que se educaron en la vieja tradición del baño semanal, cuando las madres preparaban las pilas de los patios y los barreños con agua caliente para el aseo general de los muchachos. Los sábados tocaba bañarse para que los domingos los niños y las niñas pudieran ir a misa y a pasear por el Parque ‘puestos de limpio’.  



Fueron la generación del fútbol callejero, las canicas y los trompos, los que se pasaron la infancia con las rodillas hincadas en la tierra y las piernas llenas de heridas. “Niño, no te arranques la concha que te sale sangre y luego se te infecta”, les advertían las madres. 



En cualquier calle surgía un club de fútbol, sin más equipaje que las camisetas que se iban comprando con el dinero ahorrado. Porque si a algo los enseñaron sus padres fue a ahorrar, a inculcarles desde niños que todo había que conseguirlo a base de esfuerzo, y que cualquier detalle, por pequeño que fuera, podía ser  un regalo extraordinario si se sabía valorar. Esta forma de entender la vida les sirvió a aquella generación para disfrutar de las pequeñas cosas, para considerar que un modesto balón de cuero era un auténtico tesoro, y había que cuidarlo a base de grasa de caballo para que las costuras no se rompieran. Cuánto costaba entonces reunir once camisetas para formar un equipo. Cuando se conseguía la ropa, las madres se encargaban de pegarles el escudo y el número; entonces los descampados se llenaban de equipillos que se desafiaban los unos a los otros en torneos interminables. De vez en cuando, el Frente de Juventudes organizaba campeonatos que se celebraban en las instalaciones sindicales, que fue el humilde recinto que se construyó sobre lo que había sido el popular campo del Gas. 


Aquellos niños fueron la generación de las bicicletas con el cuadro cerrado y el sillín de madera, bicicletas que pasaban del padre a los hijos. Fue la generación de los juguetes soñados frente al escaparate de Almacenes El Águila, la que vio pasar los trenes de cuerda y cómo llegó la moda de los trenes eléctricos que parecían de verdad, como el tren lento y anticuado que nos unía con Granada y Madrid.


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