No tiene carta de tapas ni un libreto de vinos para los paladares más exquisitos. Lo suyo es una pizarra clásica donde reina la sobrasada picante, la sardina ahumada, el tocino y el queso blanco a la plancha. Nada de tapas de cortesía como las llaman ahora ni de tapas envueltas en frases grandilocuentes que hacen más ruido que la propia tapa.
Y para beber cerveza y su preparado estrella: el tinto de verano de Morata, conocido en todos los rincones de la ciudad desde la boca del río al Cañarete. Nadie los prepara como él, nadie alcanza un grado de inspiración tan alto cuando llena la barra de vasos y derrama toda su esencia sobre el mostrador.
Los sábados por la tarde, la bodega de Morata parece el camarote de los Hermanos Marxs. Muchas veces tiene que echar abajo la persiana para que el de la esquina no salga despedido a la calle. No tiene aire acondicionado ni un decorado de diseño que marque tendencia, pero entre sus cuatro paredes revolotea un duende que lo hace diferente.
Es uno de los últimos eslabones de las bodegas antiguas, el heredero de aquellos templos por donde corría la fe entre vaso y vaso. La bodega de Morata es el más claro ejemplo de que la tradición no tiene porque sucumbir ante las nuevas tendencias. No tiene sillas, ni siquiera un taburete donde apoyarse, ni un camarero vestido de etiqueta que te reciba como a un rey. El dueño es el camarero, el cocinero, el que va por las mañanas al Mercado Central, el que barre el suelo, el que friega los platos y al que todavía le queda tiempo para conversar con los clientes cuando le dan un respiro. José Morata Montoya es el hombre orquesta detrás de la barra, el que está en el plato y en las tajadas, el que a eso de las cinco de la tarde, completamente agotado, baja la persiana y se retira a descansar. Tiene tanto trajín al mediodía que no necesita abrir por las noches ni tampoco trabajar los domingos. Como él dice, lo de hacerse rico lo deja para otros. Seguramente la bodega de Morata no aparezca nunca en la guía Michelín, pero el que va una vez, repite, aunque no tenga luces de neón iluminando la puerta.
En su fachada no luce ningún letrero anunciador, ni el más mínimo detalle que indique que allí existe un negocio. Es un bar que pasa desapercibido para el transeúnte, medio escondido en el tumulto de viviendas y comercios que recorren la calle de Granada, muy cerca de la esquina con la Avenida de Vílches. Es un lugar distinto que ha sabido esquivar los flirteos del progreso para seguir fiel a un estilo basado en la confianza absoluta y en la complicidad con el cliente. Allí casi nadie va de paso y no existen las prisas. Quien entra a la bodega sabe que debe de esperar a que el camarero le conceda el privilegio de pedir. De nada sirve llamar la atención del jefe ni reclamar el turno en voz alta. Quien entra en este recinto no tarda en aprender las normas que lo rigen: No se deben depositar las cascaras de los cacahuetes ni los huesos de las aceitunas ni las servilletas usadas en el plato ni encima del mostrador, sino en el suelo, como se hacía antiguamente.
Su actual propietario, José Morata Montoya, concibe el oficio como una vocación y más que un camarero o un cocinero es un artista que se mueve a base de inspiración. Antes, en las tardes de mayor ajetreo, contaba con el apoyo de su padre, el hombre que montó el bar mano a mano con su esposa, Mercedes. Lo abrieron en 1970 en una pequeña vivienda de la Calzada de Castro, donde estuvieron hasta que tres años después dieron el salto a la calle de Granada.
La clientela de la bodega de Morata en 1973 era muy distinta a la clientela actual. Entonces las barras de los bares no estaban tan democratizadas como ahora y formaban un territorio donde reinaban los hombres. Era complicado ver a una mujer entrar sola en un bar y mucho menos en una bodega. Lo que no ha cambiado en medio siglo ha sido la forma de entender el negocio, la apuesta por la tapa clásica de toda la vida y la presencia de ese duende que ronda por el ambiente dándole ese sello inimitable que conserva la vieja bodega escondida.
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