Almería, quién te viera (18): No gritó ¡Tierra! sino ¡Agua!

Mi padre soñaba con el agua. Quería convertir nuestro secano en un oasis

Con mi burro (y mi vecino Cristóbal), a por agua a la fuente árabe de Mojácar.
Con mi burro (y mi vecino Cristóbal), a por agua a la fuente árabe de Mojácar. La Voz
José Antonio Martínez Soler
20:55 • 09 abr. 2022

Mi padre soñaba con el agua. Quería convertir nuestro secano en un oasis. No era fácil. Para ello, estaba dispuesto a recurrir a cualquier ayuda por extravagante que fuera. Con 13 años, durante mis vacaciones de Navidad, mi padre y yo partimos, antes del amanecer, hacia Agua Enmedio, cerca de Mojacar. Si alguien podía conocer y recomendarnos al zahorí de Macenas, ese no era otro que el tío Frasco el Santo (¡qué nombre!), famoso curandero.



El camino desde nuestra casa de La Rumina hasta la casa del curandero, al pie de Sierra Cabrera, era largo, y el tiempo, fresco. Llevamos a nuestro burro, sin aguaderas, y ambos pudimos montar un buen rato. Mi padre, en su albarda, y yo, en la grupa trasera con cuidado de no caerme. El Sol levantaba más de tres palmos sobre el horizonte marino cuando llegamos a nuestro destino y golpeaba, casi en horizontal, las fachadas de cal tan blanca que ofendían a nuestros ojos. El suelo era de tierra roja, más roja de la nuestra. Los terrados, de color morado intenso de tierra launa, lanzaban destellos brillantes de mica.



El tío Frasco saludó afectuosamente a mi padre. Su casa era como la nuestra, aunque más pequeña. Asombrado, miré con fascinación la repisa de libros que tenía en la pared, frente a la chimenea. Se vio obligado a aclararme que él también era “estudiante”. Se echó a reír, y pude contarle cuatro dientes. Eran libros de historia y geografía. Algunos de hierbas. Me enseñó uno de botánica, con estampas, escrito en francés. “Regalo de un paciente agradecido que viene a verme desde Francia”, me aclaró. Otro en árabe. ¡Qué bonita caligrafía!



El Santo



En todas las temporadas que pasé en la comarca de Mojácar, esa fue la única casa de campesinos que, como la mía, guardaba libros en su interior. Seguramente, los Garrigues, los madrileños del palacio de la Marina, y don Diego y don Ginés Carrillo, los mellizos del chalet El Duende (abogado uno y médico el otro) tendrían hasta bibliotecas. Ninguna de ellas sería como la del monseñor de Tabernas que conocí más tarde y pude salvar parcialmente de la hoguera.



El Santo nos acompañó hasta el tranco de su puerta. Estaba bastante calvo. Para defenderse del sol, cubrió su frente y parte de su calva con un pañuelo, un poco raro, con cuatro nudos. Me recordaba el cachirulo de los maños o de los moriscos. Al despedirnos, nos previno:



- “Mandaré razón a la casa del zahorí y, en cuanto regrese, le daré aviso a usted por mi hija. Pero no digan nada por ahí de sus habilidades con los campos magnéticos. En estos tiempos, toda prudencia es poca. No le gusta presumir de ello. Tampoco se lleva bien con el párroco de Mojácar. Le ve como un competidor”.



Regresé a mis clases en La Salle y no pude ver al zahorí cuando se presentó en La Rumina. Mi padre me lo contó. Vestía al estilo del siglo XIX: pantalón de pana, chaleco y sombrero. Utilizó su vara de avellano, en forma de Y, el triple de grande que mi tirachinas. Sujetaba los brazos de la Y con sus manos. Recorría la ribera del río seco con extremada lentitud, muy concentrado, sosteniendo la vara paralela al suelo. Tras un buen rato de caminar en silencio, lento y solemne, el cabo suelto de la Y empezó a moverse, muy suavemente, arriba y abajo. Con cal viva hicieron una gran cruz en aquel sitio.


Mi padre no creía en la religión católica y eso que, según él, era “la única verdadera”. Menos aún podía creer en sortilegios ni magias. Una vez le oí decir que el zahorí, una especie de vidente, practicaba cierta brujería y decía lo que el cliente quería oír. Sin embargo, desesperado por encontrar agua, por si acaso, siguió la recomendación del zahorí, el mago o lo que fuera. Compró una parcela pequeña, medio bancal, al pie de la loma del tío Bartolo y a orillas del río Aguas, muy cerca de la charca de agua dulce que había poco antes de su desembocadura. En medio de esa parcela estaba la cruz pintada con cal viva. El pozo de los Garrigues estaba en la orilla del río opuesta a nuestra parcela. A ver si había suerte.


En las vacaciones de verano, llegué a mi casa de La Rumina en un mal momento. Tuve la impresión de que todo estaba perdido. "El zahorí se confundió”, dijo mi padre. Cavando hasta los ocho metros de profundidad, dieron con la roca. Ni gota de agua. Ahora lo pienso y sigo sorprendiéndome. Así era Almería, cuando yo era niño, con zahoríes, curanderos y pensamiento mágico. Mi padre concluyó el resumen de su fracaso con un dicho popular, tan exacto y oportuno como cruel: “Mi gozo en un pozo”. En Mojacar hay ahora un restaurante con buenas vistas que se llama “El rincón del Zahorí”. Me recordó, con nostalgia, la aventura hidráulica de mi padre, el Rumino.


No hubo suerte. Las deudas por las obras del pozo seco crecían. Pese a las llamadas a la prudencia de mi madre, tan miedosa, mi padre no se rindió. Al mes siguiente, en agosto, gracias a una galería que abrimos desde el pozo hacia el centro del río (allí trabajé yo como el que más), un trabajador clavó su pico en el fondo y dio el grito que cambiaría el destino de mi familia. No gritó “¡Tierra!” sino “¡Agua!”.


Cada vez que mi padre relataba aquel acontecimiento, uno de los más importantes de su vida, lo exageraba un poco. Como hacían los pescadores con el tamaño de sus capturas. Lo adornaba. Lo embellecía. Cuando mantenía tertulia en el comedor de los ancianos del “Centro Alborán”, en el Zapillo de Almería, o en los bailes de la residencia de los jubilados de la Térmica, no se le escapaba ningún recién llegado sin que oyera su historia, convertida, a esas alturas, en epopeya. Mas de una vez, le oí algo así:


- “Como si de una carrera se tratara, les dije que contaría hasta tres y, en ese momento, cinco hombres clavarían sus picos, a la vez, alrededor de la pequeña fuente que habíamos descubierto en la galería, junto a la desembocadura del río de Aguas. Al segundo o tercer golpe, se hundió la capa de tierra negra, parecida al tarquín, y comenzó a brotar agua a borbotones. Los cinco pioneros tuvieron que subir corriendo por la rampa pa no bañarse con toda la ropa puesta. Decían que no sabían nadar. Había agua de sobra pa regar todas las hectáreas de La Rumina y alrededores. Mi sueño se hizo realidad. Pero ese gran éxito, ya ve usted, fue mi ruina. Pero esa es otra historia”.


Aquel descubrimiento se consideró histórico. Mi abuela Dolores llegó corriendo. Lágrimas en sus ojos al ver el agua. “Hijo mío, hijo mío. Al fin”. Al día siguiente monté en mi burro con cuatro cántaros y llegué a la fuente árabe de Mojacar. Me recibieron


como si mi padre hubiera descubierto América. Nuestra casa estaba llena de parientes de Almería y de Tabernas, que dormían en el suelo, en colchones improvisados de farfolla. Había que darles de comer a todos. Unas deudas más daban igual porque teníamos agua.


En pocos días, la zanja abierta se convirtió en una galería cerrada. Pronto se instaló un motor de gasoil para sacar el agua. Un chorro enorme salía por un tubo de unos 15 centímetros de diámetro que inundaba los alrededores. El pozo no perdía su nivel de cuatro o cinco metros de agua. Esa era la prueba del 9. La corriente subterránea le llegaba por el túnel y lo rellenaba a medida que el motor sacaba agua a la superficie. “Es por la teoría de los vasos comunicantes”, dije. Naturalmente, hubo risas y, para mi vergüenza, me lo recordaron con guasa durante mucho tiempo. “Tráeme un vaso que comunica”, me decían.


Aquel verano pasé mi última noche durmiendo al raso, mirando el firmamento y vigilando los montículos de trigo acumulados en los bordes de la era. Lo sabía, el agua mataría los tristes y ruinosos cultivos de secano. Se acabaron los cereales en La Rumina. Bienvenidos los tomates. Esa sería mi última trilla. Adiós a la era. Adiós a la noria. Agrandaron la balsa. El agua era símbolo de riqueza, de progreso. El origen de la vida. El agua (¡ay!) y mi padre del desierto de Tabernas. Siempre unidos.


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