En memoria de Araceli Gómez López

Nació en 1931. Pasó nueve años en Sidi Ifni, siguiendo a su padre, que era militar

Araceli es la joven de la derecha, de la fila de abajo. Formó parte de la primera promoción de alumnas que estuvieron con la señorita Celia Viñas.
Araceli es la joven de la derecha, de la fila de abajo. Formó parte de la primera promoción de alumnas que estuvieron con la señorita Celia Viñas.
Eduardo de Vicente
08:59 • 13 abr. 2022

Había nacido en 1931, en la calle Cádiz, muy cerca de la murallas del Cerro de San Cristóbal, aunque sus primeros recuerdos la llevaban a los eternos atardeceres de Sidi Ifni, donde pasó nueve años junto a su familia. 



Llegó a Marruecos en 1934 acompañando a su padre que era militar y creció feliz en aquel paisaje donde hasta los colores parecían recién creados por alguna mano divina. Ella tuvo siempre la certeza de que detrás de tanta belleza y de tanta perfección estaba Dios, el mismo que la acompañó durante toda su vida: el que le ayudó a sacar a sus hijos adelante y a disfrutar de una vida plena, el que sintió a su lado en los últimos momentos. 



De aquellos años felices  en Sidi Ifni ella recordaba con un cariño especial la figura del padre Santiago, un Jesuita que influyó decisivamente en su profunda espiritualidad. Araceli caminaba siempre con Dios. Tenía un ángel permanente que se le manifestaba en esa simpatía serena que irradiaba, en la sencillez y en la generosidad contagiosa que transmitía en todos sus gestos. 



Fueron nueve años felices en Sidi Ifni, un tiempo que ella supo guardar para toda la vida como un tesoro. En 1943 regresó a Almería y comenzó otra etapa decisiva de su vida. Con doce años se matriculó en el Instituto y formó parte de la primera promoción de alumnos que conocieron a la profesora Celia Viñas. Para muchos jóvenes de aquella generación la figura de Celia fue otra manifestación divina que le abrió la puerta de los sueños.






Araceli podía haber seguido estudiando cuando terminó el Bachillerato, pero su padre prefirió que siguiera el camino de tantas mujeres de aquel tiempo, destinadas a ser esposas y madres por encima de todo. El destino le tenía reservado conocer a un hombre tan especial como ella, el compañero total con el que llegaría a compenetrarse íntegramente, un joven industrial de una de las familias más conocidas de la ciudad, la de los Díaz, que regentaban varias barracas en el Mercado Central.



Se conocieron en el año 1951. Fernando Díaz cuenta que la primera vez que la vio fue frente al escaparate de la tienda de ropa de los Madrileños, en el Paseo, más abajo del Café Colón. Le llamó la atención aquella joven tan atractiva y despierta que se paseaba por el centro de la ciudad llevando a un perro mixto lobo y luciendo un vestido blanco hecho con ropa militar. Le sorprendió la gracia de aquella adolescente y el  hecho de que él no la conociera en una época en la que se decía que todo el mundo se conocía en Almería. 



Pasó el tiempo y siguió cruzándose con ella, con aquella joven con gabardina blanca, botas Katiuscas y cola de caballo que le daba un aire a Ingrid Bergman. Se cruzaban, se miraban y nada más, hasta que un día los acontecimientos se precipitaron. Fernando Díaz estaba sentado en la terraza del Café Español junto a su amigo Pepe Gómiz, dueño de la Funeraria Nueva y vecino de la Plaza Vivas Pérez, donde también vivía Araceli.  Cuando ella pasó por delante del café, Pepe Gómiz la saludó, le explicó a Fernando de qué la conocía y se ofreció para presentársela. En ese momento, el pretendiente lo tuvo claro y le dijo: “No”.


No quiso forzar la situación y esperó su momento. Quería ser valiente, quería ser él quien diera el primer paso, sin intermediarios ni espectadores. Estaba decidido. Una tarde, mientras paseaba a la altura del Café Colón, vio venir de frente a Araceli, que iba con su amiga Angelita Cuenca, con la que estaba haciendo el Servicio Social en la Sección Femenina. Sin pensarlo dos veces, Fernando se puso delante de Araceli, la saludó y le preguntó si podía acompañarla. Ella, llena de naturalidad le contestó: “Pues bueno”.


Aquel fue el primer paseo  y la primera piedra de una relación tan sólida como los cimientos de una catedral. Se casaron tres años después y emprendieron juntos un largo camino que ha tenido como fruto una familia tan extensa como unida: cuatro hijos, trece nietos y diez biznietos.


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