La Semana Santa de hace un siglo se reducía a dos desfiles procesionales y a los cultos que se celebraban dentro de las iglesias. El Domingo de Ramos se festejaba con la tradicional misa y con una modesta procesión, la de las palmas, que se limitaba a recorrer el perímetro de la Plaza de la Catedral.
A pesar de la pobreza de aquella Semana Santa y de la escasa participación de los fieles, las autoridades seguían manteniendo algunas normas que se habían hecho ya tradición, como la del bando municipal que prohibía los ruidos, la circulación de vehículos y los espectáculos públicos para asegurar el silencio en los días principales.
El Viernes Santo era el día que se vivía con mayor intensidad. La procesión del Entierro reunía a todas las fuerzas vivas de la ciudad y convocaba a miles de fieles en la Plaza de San Pedro. Las imágenes iban arropadas por fuerzas de la Guardia Civil, por un batallón de soldados y por la banda de música municipal.
El Viernes Santo era también el día de mayor trabajo para el Obispo, que en aquellos años salía en los dos desfiles, cuando terminaba el Entierro se enganchaba a la Soledad, que llenaba de espiritualidad las calles durante las primeras horas de la madrugada.
La Soledad era la mantenedora de la escasa tradición del pueblo almeriense a la hora de celebrar la Semana Santa en la calle. Seguía fiel a su cita, pero teniendo que superar graves problemas por la falta de apoyos y por su dependencia de determinados comerciantes que actuaban como mecenas de la hermandad.
El fallecimiento de uno de sus más grandes valedores, el empresario Tomás Terriza, había dejado un gran vacío en la cofradía, que pasó por momentos muy complicados, por años de estancamiento que estuvieron a punto de costarle la desaparición. En 1921 destacó por la pobreza con la que tuvo que afrontar su salida y en 1922, ante la posibilidad de que no pudiera volver a las calles, un grupo de jóvenes comerciantes dieron un paso al frente para que la Soledad recuperara el esplendor pasado. Por iniciativa de don Eduardo Ferrera López, propietario de la Casa Ferrera, y de don José Sánchez Ulibarri, dueño de la sombrerería de ‘Rosales y Ulibarri’, se promovió una cuestación para recaudar fondos y poder afrontar una nueva etapa en la hermandad en la que eran necesarios, como primeros pasos, la confección de nuevas túnicas y la restauración del manto de la Virgen, que estaba a punto de perderse por culpa del abandono. El entusiasmo demostrado por los empresarios, sobre todo por el señor Ulibarri, poniendo una buena suma de dinero encima de la mesa, hizo posible que la Soledad saliera a la calle con nuevas túnicas de penitentes, cuarenta traídas de Cartagena y otras confeccionadas en Almería y con su trono restaurado por el profesor Prados, de la Escuela de Artes, donde destacaban los candelabros de luces eléctricas que rodeaban la imagen de la Virgen.
La comisión que aquel mes de abril de 1922 se encargó de organizar la procesión estuvo formada por: José Sánchez Picón, José Sánchez Ulibarri, Bartolomé Rodríguez Vivas, Eduardo Verdejo, Diego Sedantes, Celedonio Peláez y Antonio Rueda González. Los penitentes, que lucieron hábitos negros, morados y blancos, eran soldados del Batallón Expedicionario número 72, que fueron invitados por la hermandad aprovechando su estancia en Almería.
Para dar un mayor realce, la cofradía pidió a hermanos y hermanas de la Virgen de los Dolores que asistieran a la procesión llevando el escapulario de la imagen. Este repunte de la hermandad se confirmó al año siguiente, en 1923, cuando gracias al empuje de los comerciantes encabezados por el señor Ulibarri se confeccionó un magnífico tercio de soldados romanos, compuesto de treinta números, nuevos estandartes y lujosos trajes de nazarenos. Los uniformes romanos se expusieron unos días antes de la Semana Santa en el escaparate de Bazar El León, en la calle de las Tiendas, frente a la fachada de la iglesia de Santiago.
Eran tiempos duros para la Semana Santa almeriense, que intentó reinventarse unos años después arropando una nueva ilusión. A mediados de marzo de 1929, la ciudad empezó a sentir que una nueva hermandad, más ambiciosa y mejor arropada que las que ya existían, empezaba a latir con mucha fuerza entre las clases altas de Almería. Alrededor de las imágenes de Jesús Nazareno y la Virgen de la Amargura, se movían comerciantes poderosos y profesionales importantes que querían darle a la nueva cofradía la solemnidad que por entonces tenían las hermandades de Sevilla.
El aparato propagandístico no dejó de trabajar para que la ciudad conociera la realidad de la nueva cofradía cuyo germen había nacido en la Iglesia, pero que crecía gracias al empeño de ilustres personajes de nuestra sociedad, algunos tan relevantes como el general del ejército don Lorenzo Tamayo Orellana, que se involucraron en este moderno proyecto que convirtió el debut de una hermandad de Semana Santa en un gran acontecimiento social.
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