En el heterodoxo universo de los helados también había clases. No era igual sentarse en un establecimiento del centro y disfrutar a la sombra de una copa con varias bolas de distintos sabores, que comerse un helado en la arena de la playa de los que despachaban los vendedores ambulantes. Cada uno en su contexto era un placer, tanto el helado ostentoso servido en copa de cristal como el humilde helado que nos comíamos con las manos llenas de arena y los labios impregnados en sal.
En los primeros años de la posguerra era un lujo sentarse en la terraza del bar Castilla y pedir un helado de turrón o reservar una mesa en la confitería de San Telmo, en el Paseo, y pasarse la tarde con un vaso de leche merengada. Los que no podían llegar a este nivel tenían que conformarse con los helados de fabricación casera que llevaban los vendedores ambulantes por los barrios más humildes.
Así empezó la empresa de helados Adolfo. El fundador y propietario elaboraba los helados en familia y luego se iba por las calles llevando su mercancía por las plazas y las puertas de los colegios. Esa forma de entender el negocio, esa venta trashumante ha ido sobreviviendo hasta nuestros días, aunque cada vez son menos los que ejercen el oficio. Uno de los últimos heladeros callejeros, ya jubilado, era Indalecio Rodríguez, el hombre del gorrito de Fez de color rojo, el maratoniano de los helados que se recorría la ciudad de una esquina a otra desafiando el calor. Lo mismo te lo podías encontrar en la playa de la Térmica que en el mercadillo de los viernes en la Plaza de Toros.
Cuando más fuerte pegaba el sol, cuando era imposible aguantar diez minutos sin sombra, aparecía Indalecio tirando de aquel carrito blanco con ribetes rojos y gualdas que nos recordaba a los heladeros antiguos. Siempre iba vestido de blanco con ropa de algodón y una cartera de cuero cruzada en el pecho, donde iba guardando las ganancias. Si te le encontrabas a primera hora su imagen era impecable: blanco como la leche, como recién salido de una Primera Comunión; pero si lo veías por la tarde, después de una larga jornada deambulando por la playa, parecía un caballero vencido, la estampa de una derrota, el cansancio hecho hombre: la ropa empapada por el sudor se le pegaba al cuerpo y la cara ennegrecida de tanto sol. Eran incontables las horas que podía echar Indalecio a lo largo de los cinco meses de verano, de ese verano tan particular de los heladeros que empezaba por el mes de mayo y se prolongaba hasta septiembre, cuando comenzaban las clases en los colegios y las playas se iban quedando vacías. Salía de su casa por la mañana temprano y no volvía ni para almorzar. Al final de cada jornada, Indalecio regresaba a su casa empujando exhausto aquel carro de madera que por un lado de la daba la vida y por otro se la iba minando.
En la historia de los carritos de los helados está escrito con letras de oro el nombre de la familia Ayala, que desde 1950 nos llevaron los pequeños placeres de ‘La Cubana’ por todos los lugares de la ciudad y también por los pueblos de Almería cuando llegaban las fiestas. Los helados de La Cubana se vendían en el despacho que los propietarios del negocio montaron junto a la fábrica en la calle de Murcia, en los principales cafés y restaurantes de la ciudad y en casi todos los barrios donde llegaban a diario los carros de la venta ambulante. Eran modestos carritos de madera con dos grandes ruedas laterales, un manillar elemental también de madera para manejarlo y un toldo de tela para que el sol no castigara en exceso el depósito donde iba el género. Los más rudimentarios encerraban en su vientre garrafas donde se mantenía el helado, hasta que fueron sustituidas por tanques con mayor capacidad.
La flota de carros de La Cubana era extensa y se repartía por la mayoría de los barrios cuando llegaba el mes de junio. Por cada helado que el ambulante vendía a cincuenta céntimos, se quedaba con veinte de ganancia. Eran jornadas agotadoras en un trabajo donde la exposición al sol era continua y donde había que andar varios kilómetros para poder conseguir un jornal digno. Cada día, a las siete de la mañana, los vendedores ambulantes aparecían con sus carritos en la puerta de la fábrica de la calle de Murcia, para cargar el helado y salir a recorrer los itinerarios establecidos.
Las heladerías tradicionales y los heladeros ambulantes reinaron en solitario hasta que en los años sesenta empezaron a ganar terreno los helados industriales que acabarían montando un imperio unos años después, impulsados por la publicidad de la televisión.
En el verano de 1955 llegaron a Almería los helados industriales de la casa Ilsa Frigo de Madrid. Tenían otra forma de entender el negocio y pusieron en el mercado una extensa variedad de productos que iban desde los cortes y los bombones de chocolate hasta las tartas familiares de varios sabores. Ilsa Frigo empezó introduciéndose a través de los principales establecimientos hosteleros como el bar Imperial, la Granja, el Tívoli o el balneario San Miguel.
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