Los domingos eran sagrados. En los libros de la Iglesia estaba escrito que era el día del descanso obligatorio y en las hojas de ruta de cada familia, por humilde que fuera, se podía leer con letras mayúsculas que el domingo era el día de la ropa limpia, de ir curiosos, de que ellas se pusieran ese vestido inmaculado que guardaban celosamente en el armario para las celebraciones y que ellos se enfundaran en aquellos trajes de sastre que los convertían en hombres formales aunque no hubieran atravesado aún la adolescencia.
Para los muchachos de la posguerra, el traje representaba la mayoría de edad que no reflejaba el libro de familia. Llegaba el día en que había que hacerse un traje para no quedarse aislado y no caminar por el mundo con el paso cambiado. El traje te daba un estatus, era el primer escalón en el deseado ascenso hacia ese sueño colectivo que era la clase media.
Llegaba el día en que con mucho esfuerzo y en muchos casos con los primeros ahorros del primer trabajo, había que presentarse en el taller del desastre para que te tomara las medidas. A los mozos de aquel tiempo los medían dos veces: una para hacerse el traje y otra cuando le llegaba la hora del servicio militar.
En la vida de los jóvenes siempre había un primer domingo de traje. El estreno se vivía como una ceremonia que empezaba por la mañana delante del espejo, con un padre poniéndole cordura al nudo de la corbata y una madre repasando con la mano las pequeñas arrugas de la chaqueta.
Con el pelo lleno de brillantina, con el traje perfectamente encajado, con los zapatos con una mano de betún y con la cara oliendo a colonia, aquellos muchachos de la posguerra se transformaban en galanes de cine por un día y se lanzaban en tromba por los senderos del domingo soñando con cruzarse con la niña que tanto les gustaba.
Con el traje se pasaban la mañana recorriendo el puerto y el parque de una punta a otra; con el traje caminaban por el Paseo hasta que llegaba la hora del cine y con el traje se iban de excursión hasta la Venta de Eritaña o la Molineta, que entonces representaban las afueras de la ciudad, siempre con cuidado para que no se manchara.
El traje era la piel de los domingos. Uno podía salir de su casa con los bolsillos vacíos, pero nunca sin el traje, aunque hubieras quedado con los amigos para pasear en bicicleta. Otra de las costumbres de aquella época era hacer incursiones en bici por los pueblos cercanos y hacerlo como Dios mandaba, es decir, con la vestimenta reglamentaria de los domingos. Los cajones de los armarios de las familias están sembrados de retratos de muchachos trajeados, sentados en las gradas de piedra del estadio o montados en bicicleta con los pantalones remangados para que no se mancharan con la grasa que soltaba la cadena.
Las excursiones de los domingos en bicicleta, bien vestidos y bien aseados, se fue pasando de moda cuando a mediados de los años cincuenta llegó la revolución de la Vespa. Los jóvenes seguían poniéndose su traje para salir los domingos, pero ya no se conformaban con la bici, querían la moto, que era el símbolo del progreso.
Pasaron los años y la Vespa también se fue quedando pequeña para los sueños de la juventud, arrinconada por la aparición en escena de los coches utilitarios. Domingos de invierno en los que la familia llenaba el coche para irse de excursión. Los años sesenta están llenos de domingos de campo, cuando media familia se apretujaba en el asiento de atrás, cuando la baca se llenaba de cestas, de mesas plegables y sillas, de fiambreras y de la nevera llena de hielo.
Eran los primeros coches del barrio: el del padre de familia que había progresado, el del joven que había estado un año ahorrando para poder dar la entrada en el concesionario. Tener trabajo y tener un coche te posicionaba de lleno en el pelotón de la clase media y te daba cierto aire de galán de película. Siempre se dijo que se ligaba más si tenías un coche en la puerta y además llevabas un buen traje.
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