La moda de tostarse bajo el sol

En los años 60 nos llegó una nueva moda, la de cambiar la piel y ponernos morenos

Los almerienses adoptaron la moda de ponerse morenos bajo el sol.
Los almerienses adoptaron la moda de ponerse morenos bajo el sol. La Voz
Eduardo de Vicente
20:59 • 26 abr. 2022

Los turistas extranjeros que pasaban por nuestras humildes playas nos dejaban un soplo de aquella libertad tan lejana que a ellos les sobraba. Su desnudez era la bandera que agitaba nuestros sueños y sus cuerpos bien tostados por el sol se convertían en una moda contagiosa que enseguida empezamos a imitar. 



El culto al sol lo trajeron los turistas y aquí, que nos creíamos todo los que nos contaban los de fuera, empezamos a adorarlo como si lo acabáramos de descubrir. En menos de una década pasamos de huir del sol a entregarnos a él apasionadamente. Los almerienses que iban a la playa en los años cincuenta procuraban disfrutar de las horas más frescas y las mujeres, para proteger su piel y su conciencia, apenas se quitaban los vestidos. La blancura era entonces una virtud y también formaba parte del canon de belleza. No había nada más excitante que un cuerpo inmaculado.



Pero llegó la revolución del turismo, los años de la apertura, la puesta en valor del tiempo libre y con esta nueva  forma de entender la vida, llegó también una nueva estética que nos decía que para parecer saludable y para estar más atractivo había que ponerse moreno, aunque en el camino tuvieras que mudar de piel. Y así era en muchos casos, porque por estar bronceados, como el Dios de aquel tiempo mandaba, se nos caía la piel a tiras, la mudábamos como si fuéramos lagartos, hasta que por fin conseguíamos ese tono de color que nos colocaba al mismo nivel que los extranjeros. 



Acelerar el bronceado



Había que ir a la playa cuando más pegaba el astro rey,  había que utilizar la sombrilla solo para la cabeza, para no sufrir el riesgo de una temida insolación, y había que acelerar el bronceado como fuera, aunque hubiera que recurrir al primitivo método del aceite de oliva, que te ponía negro en dos sesiones. Había quien se pasaba de dosis y se iba de la playa como si hubiera pasado por una freidora. 



Lo más importante es que nuestros cuerpos cambiaran de color y que cuando nos encontráramos por la calle con algún conocido o con alguna compañera de clase nos dijera aquella frase que tanto nos gustaba: “Qué morenico te has puesto”. Estar morenico era como estar al día, como ser moderno, y en cierta forma como ganar una porción de esa libertad de la que presumían los extranjeros. Los bailes de los domingos de aquellos veranos se llenaron de cuerpos juveniles donde el blanco de las ropas contrastaba con el moreno impecable de los cuerpos. 



Todos conocíamos a alguna vecina que de pronto se transformaba en mulata y que cuando alguien le preguntaba que sí se pasaba los días tomando el sol, contestaba que no, que se había puesto así en dos ratos en la playa, cuando desde el mes de mayo la habíamos visto tumbada todas las tardes en el ‘terrao’.



Cuando la moda de ponerse moreno se convirtió en una religión se instauró la costumbre de llegar al verano con el color cambiado y para conseguirlo el mejor método y el más cercano era el de las terrazas. Los niños de los primeros años setenta éramos auténticos devotos de los ‘terraos’ y cuando llegaba el mes de mayo los frecuentábamos con el pretexto de estudiar o de tomar el aire fresco. Como en los barrios habían empezado a florecer los grandes bloques de pisos, siempre había una cumbre desde donde se podían dominar el resto de las terrazas. Buscábamos los lugares estratégicos para espiar a la vecina que cada primavera nos regalaba aquella aparición divina. Allí estaban las muchachas, con el radio casette reglamentario y la hamaca oficial, con el bote de Nivea y con los cuerpos todavía cubiertos de invierno buscando el milagro del sol. Y enfrente estábamos nosotros, mirando como si solo tuviéramos ojos, sintiendo que el corazón se nos escapaba por las pupilas.


Estudiando en el 'terrao'

Cuando un padre preguntaba dónde está el niño, la madre contestaba: “Déjalo que está estudiando en el ‘terrao’. Y no se equivocaba, en cierto modo estábamos estudiando, inmersos en ese misterioso aprendizaje de un cuerpo desnudo. Aquellos ratos de ‘estudio’ dejaban una huella para toda la vida.


Sí, todos queríamos estar morenos en verano porque era sinónimo de buena salud. Si estabas blanco te decían que estabas pajizo, que parecía que habías pasado una enfermedad, así que dilapidábamos las horas tostándonos sin piedad hasta llegar al punto deseado. En esa escala cromática del bronceado había varios niveles. Existía el llamado moreno ‘Agroman’, que era el de los albañiles, que acababan con los brazos, la cara y el pecho tostados, y las piernas blancas como la leche. 


Conocíamos también el moreno taxista, que pasaba por tener los brazos negros de llevarlos apoyados en la ventanilla del coche. El más exagerado siempre era el moreno de la extranjera rubia que en dos sesiones se había metido el sol por la vena y el moreno de aluvión, típico de la festividad del 18 de Julio, y de aquellos que en un día se llevaban una dosis de sol para tres meses. 


En aquellos años no sabíamos que existía el cáncer de piel como tampoco conocíamos el colesterol o la tensión alta. Lo saludable era tomar el sol y coger ese tono oscuro deseado aunque se nos cayera la piel a tiras en una noche de insomnio.


Temas relacionados

para ti

en destaque