Lo que no podía faltar en las casas

Quién no tenía una alacena de color verde azulado con una ventana con rejillas

Taller de carpintería del barrio del Quemadero donde en los años sesenta hacían y arreglaban las populares alacenas de cinco puertas y dos cajone
Taller de carpintería del barrio del Quemadero donde en los años sesenta hacían y arreglaban las populares alacenas de cinco puertas y dos cajone
Eduardo de Vicente
21:00 • 28 abr. 2022

El decorado de las casas ha cambiado tanto como las costumbres en los últimos cincuenta años. Ya no se llevan los comedores repletos de muebles solemnes donde se aprovechaba hasta el hueco más insospechado para colgar un cuadro o poner un jarrón de flores o una muñeca con traje de gitana. Desaparecieron del mapa los dormitorios compartidos cuando las familias eran numerosas y tenían que dormir tres o cuatro hijos en la misma habitación y a veces hasta en la misma cama. 



Ya son historia aquellos dormitorios tan concurridos que no tenían más decoración que el crucifijo o el retrato de la Inmaculada que colgaban las madres en una púa de la pared. Hasta los santos tuvieron que sufrir el exilio obligado que imponían los nuevos tiempos: cuando se puso de moda el papel pintado y no hubo ni casa ni habitación en toda Almería que se librara de aquella fiebre, desaparecieron las púas de las paredes y todos los elementos que soportaban. Los niños, que tanta vocación teníamos por tener un póster pegado en la pared, tuvimos que guardarnos en la cartera las fotos de nuestros equipos y de nuestros cantantes de cabecera. 



Los cuartos de baño tampoco se parecen en nada a los de antes. Hoy, hasta el más humilde, tiene su plato de ducha con su mampara reglamentaria, su váter y su bidé. Qué diferencia con los servicios antiguos, cuando el váter aparecía en el patio, oculto detrás de una cortina, con tan poca intimidad que podíamos ver perfectamente quién estaba sentado en la taza. Aquellos cuartos de baño no contaban con más maquinaria que la humilde cisterna que estaba en alto y se rompía continuamente y la púa oxidada donde colgábamos el papel, que entonces no se le podía llamar higiénico porque era de periódico. Después llegó el popular papel de la marca de ‘El Elefante’, que era tan duro como el de prensa, pero al menos no te dejaba las noticias grabadas en el culo.



Las cocinas eran mucho más simples, sin presencia de electrodomésticos, hasta que empezaron a democratizarse los frigoríficos allá por la segundad mitad de los años sesenta. Casi todos teníamos en la cocina una de aquellas alacenas de cinco puertas y dos cajones, casi todas pintadas de verde o azul, que se pusieron de moda en esa misma década. Uno de los compartimentos tenía rejillas horizontales por lo que se aprovechaba para guardar los alimentos que necesitaban airearse.



Casi todas las casas tenían una habitación a la que llamábamos sala de estar. Solía ser el ágora de la vivienda, el lugar donde más tiempo pasaban juntas las familias, donde estaba el sofá más cómodo, el aparato de radio y después la televisión, y la imprescindible mesa de camilla, que era el mueble que más unía. Todos teníamos nuestra mesa de camilla con su falda preceptiva y debajo, para las noches de invierno, el brasero. Cuando empezábamos a subir peldaños cambiábamos la vieja estufa de carbón por la bombona de gas de tamaño reducido que también colocábamos debajo de la mesa de camilla. La televisión nos trajo la modernidad y con ella el último grito en estufas, aquellas ‘Superser’ con ruedas que te calentaban y te dejaban en la vivienda un preocupante olor a gas que nos obligaba a abrir, corriendo, las ventanas.



En una casa no podía faltar la estufa, como tampoco faltaba el bote del pegamento Imedio, que según se decía entonces, era el mejor. Lo utilizábamos para todo: los niños para hacer los trabajos manuales que nos mandaban en el colegio y los mayores para pegar todo que se rompía, desde un jarrón de porcelana hasta la imagen de escayola de San Pancracio, el santo que casi todos teníamos en un rincón del comedor adornado con un manojo de perejil para que nos protegiera y nos diera salud y trabajo.



Quién no tenía un bote de pegamento Imedio o un paquete de Tu-Tú en el patio de la pila. Antes de que supiéramos de la existencia de la lavadora, las madres tenían que hacer la colada en la pila del patio, dejándose la piel de las manos de tanto restregar la ropa contra la piedra. En aquella prehistoria que se prolongó hasta bien entrados los años sesenta, todavía se fregaban los suelos de rodillas y todavía nos lavaban el cuerpo una vez a la semana en un humilde barreño.



Quién no tenía en su casa un bote de kanfort para los zapatos, un paquete de champú de huevo o un bote de detergente Gior, aquel que tanto nos gustaba a los niños porque una vez vacío lo utilizábamos como juguete. Lo llenábamos de agua hasta la mitad, le poníamos el tapón sin apretar demasiado, lo colocábamos en el suelo y nos dejábamos caer con una pierna sobre él para que saliera despedido el líquido como si fuera un proyectil.


Quién no tenía una escupidera debajo de la cama, una caja de zapatos llena de objetos inútiles, una botella de La Casera vacía que se fue haciendo vieja en una estantería o una de aquellas latas del Colacao donde íbamos guardando las propinas de los domingos. 


Quién no tenía en su casa una bolsa de agua caliente para la cama, una enciclopedia que adornaba el mueble del comedor pero que nunca se usaba o aquella vieja mecedora de la abuela que un día se quedó desierta para siempre. 


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