El mando de las operaciones, los detalles de la vida cotidiana, la organización perfecta de las casas estaba en manos de las madres, al menos en la mía. Ellas representaban la cercanía, la solución inmediata de los problemas, el orden de nuestras vidas. Estábamos en sus manos y nos dejábamos llevar sabiendo que ese era el camino. Cuando llegaba una gripe o un sarampión se convertían en médicos y a la vez en las enfermeras que montaban guardia permanente al lado de la cama.
Había madres que sin haber hecho la carrera sabían tanto de Medicina que nada más que con ponernos la mano en la frente o mirarnos a los ojos, sabían que teníamos o fiebre o estábamos aturdidos. Eran nuestros ángeles de la guarda y nuestras psicólogas de cabecera. Un día llegábamos del colegio y sin necesidad de intercambiar dos palabras ellas nos decían: “A tí te ha pasado algo”, y por mucho que lo negáramos, por muy callado que quisiéramos mantener el castigo del maestro o el suspenso inesperado, al final acababan descubriéndolo.
Las madres eran la cercanía, la solución a todos nuestros problemas, las centinelas que se levantaban cuando tosíamos de noche o cuando nos despertábamos en la madrugada llenos de miedo después de una pesadilla. Detrás del botón descolgado de la camisa, detrás de la bragueta rota o del pantalón que se nos había quedado pequeño, siempre aparecía una madre para que estuviéramos en perfecto estado de revista.
Las madres eran nuestro atajo cuando queríamos que nos dieran permiso para llegar un poco más tarde o para pedir dinero para ir al cine. Nos comprendían mejor, sabían decir que sí después de habernos dado un no.
Los padres de antes solían estar en un estatus superior de mando que los llenaba de lejanías. Estaban trabajando y los veíamos menos. La madre actuaba en las distancias cortas, el padre tomaba decisiones más generales. Nos costaba más trabajo pedirle permiso a un padre que a una madre, como si con ellas jugáramos con ventaja.
A la hora de los castigos también había grandes diferencias. Las madres nos pegaban a diario, pero estábamos tan acostumbrados al tacto de sus zapatillas y a los ‘’crujíos’’ de sus manos que los aceptábamos mirando al tendido, como el que escucha el sonido de la lluvia en el patio. Estábamos habituados a sus quejas oficiales, a aquellas frases que nos recordaban que les íbamos a quitar la vida a disgustos. El problema tomaba otro giro cuando una madre te amenazaba con decírselo a tu padre cuando viniera del trabajo. Esas ya eran palabras mayores. Los pellizcos y los tirones de orejas de las madres eran el pan nuestro de cada día, pero cuando tu padre te pegaba recibías de verdad todo el peso de una condena y te dejaba una cicatriz mucho más profunda.
El castigo de la madre era físico, el del padre tenía un componente moral que iba contra tus principios, por eso no sabíamos encajarlo y cuando después de un correazo o de un par de guantazos nos retirábamos a nuestra habitación, llorábamos, no porque tomáramos conciencia de nuestro pecado, llorábamos por la impotencia que sentíamos al haber sido golpeados y no poder defendernos.
La hoja de ruta de la vida cotidiana estaba en poder de las madres. Ellas se encargaban de dirigir nuestras naves, de estar siempre presentes, mientras que los padres solían desempeñar un papel secundario. No solían entrar en temas del hogar: cuando necesitábamos ropa íbamos con ellas a comprarla; cuando había que ir al médico a que nos mirara las anginas lo hacíamos de la mano de nuestras madres y cuando nos echábamos nuestra primera novia, eran las madres las que nos decían que corríamos demasiado, que pensáramos en los libros y dejáramos los enamoramientos para más adelante.
Las madres eran las encargadas de digerir todos nuestros problemas y que llegaran a los oídos del padre cuando ya estuvieran solucionados, que bastante tenían ellos con su trabajo para darle más disgustos.
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