Aquellos campeones de la playa

Muchos deportistas de la posguerra se forjaron en las Almadrabillas y en San Miguel

Uno de los grandes deportistas almerienses de la posguerra, el boxeador Antonio González.
Uno de los grandes deportistas almerienses de la posguerra, el boxeador Antonio González.
Eduardo de Vicente
21:00 • 05 may. 2022

La playa nos salvaba de la pobreza, nos salvaba del aburrimiento y nos salvaba de tantas restricciones y de tantas penas. La playa era el escenario más libre en la Almería de la posguerra, el lugar donde casi todo estaba permitido excepto desnudarse más de la cuenta, ya que se corría el riesgo de que el gobernador de turno te pusiera una multa y además sacara el nombre del infractor en las páginas del periódico.



En la playa no había límites, allí todos tenían su sitio, desde el más ilustre banquero al más humilde albañil, desde el basurero que pasaba con su carro cogiendo los desperdicios  que llegaban a la orilla hasta los adolescentes de la alta sociedad que festejaban los cumpleaños en la terraza del balneario Diana y remataban la faena en el mar. 



A la playa iban las parejas de novios a ensayar antes de casarse, siempre que fuera de noche, y en la playa se refugiaban los deportistas de la época cuando no tenían una sola instalación donde poder entrenarse. Cruzaban corriendo por la arena, bajo los hierros del Cable Inglés; saltaban y hacían volteretas en la orilla y después, si hacía buen tiempo, se daban una ducha en el mar.



Ser deportista en aquellos años era una locura y así miraban muchos a aquellos extraños personajes que se ponían a hacer pintorescas flexiones mirando al sol vestidos con aquellos pantalones de deporte que parecían calzoncillos de segunda mano.



Los grandes boxeadores que tuvo Almería en los tiempos del hambre no tenían otros lugares de entrenamiento que subir corriendo por los cerros y hacer gimnasia en la orilla de la playa. La fotografía de esta página es un claro ejemplo de lo que significaba la playa para los jóvenes de entonces. En ella se puede ver al boxeador Antonio González, uno de los héroes de su época, posando con su batín nuevo, en la desembocadura de la Rambla, en la playa del Cable Inglés. Tener un batín con el nombre grabado en la espalda era una conquista para un boxeador, un lujo que lo colocaba en el olimpo de los grandes. Para inmortalizar ese momento supremo el púgil escogió la playa, que en cierto modo era un territorio sagrado en la Almería de aquel tiempo. 



Al contrario de lo que ocurre ahora, hacer deporte era una extravagancia que rozaba la locura. Eran pocos los que tenían dinero para tener un chándal o unas zapatillas o para comprarse unas botas de fútbol. No existían los gimnasios y las pesas solo las utilizaban los boxeadores. Tampoco existían los fisioterapeutas y los masajistas lo eran por vocación o simplemente por necesidad, ya que no los avalaba ningún título académico. Agarraban el bote de linimento, le daban una refriega en las piernas al atleta y lo dejaban nuevo sin tener el más mínimo conocimiento de donde estaba el cuádriceps o el biceps femoral.



En cuestión de instalaciones contábamos con dos campos de fútbol cerca de la playa, el llamado campo del Gas, donde hoy está el gimnasio Ego, y el mítico campo de Naveros, junto a los terrenos del balneario de San Miguel, aunque nuestro gran escenario, nuestro Maracaná particular, era el estadio de la Falange, que nunca llegó a estar terminado. No solo sirvió como recinto deportivo, sino que fue utilizado por las autoridades falangistas para actos de propaganda política, tan presentes en aquel tiempo.



Con tan pocos recursos es fácil entender que hacer deporte era una pésima inversión. Los padres de entonces no veían con buenos ojos que sus hijos jugaran al fútbol o se fueran a correr en calzoncillos por la playa. Todos hemos escuchado alguna vez esa frase de “el fútbol te va a dar a ti de comer”, que tantas veces nos repetían con ironía nuestras madres. Tampoco les iba a dar de comer el atletismo a los atrevidos que galopaban en ropas menores por los solitarios andenes de la Rambla ante los ojos sorprendidos de los vecinos que los miraban como si fueran de otro planeta. Los atletas de entonces lo eran por selección natural: si tenías condiciones innatas para correr, corrías, porque no existía la preparación física ni se conocía la fórmula para fabricar un atleta a base de entrenamiento y dietas.


Para fomentar el atletismo, el Frente de Juventudes creó equipos que puso en escena  con el nombre de centurias, que competían en los campeonatos locales de Falange. 


En la capital las centurias más destacadas de aquellos años eran la de Juan de Dios Calatrava, la de Ángel Montesinos, la de Alejandro Salazar y la del colegio de la Salle. Para los grandes eventos llegaban desde la provincia destacados equipos como la centuria Otumba de Berja, la Bailén de Albox, la Roger de Flor de Laujar, la Santo Tomás de El Ejido y la Trafalgar de Adra, que participaban en aquellos maratones de quince kilómetros que convertían las calles de Almería en un inmenso circuito. 


A pesar de las dificultades, aquellos jóvenes eran generosos en su esfuerzo y corrían con los puesto y en muchos casos con los estómagos vacíos. Lo hacían por el puro placer de la carrera y de la competición, en un tiempo en el que no tenían kilos de sobra para dejarlos en el deporte. 



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