La condena de los veranos en Campillos

Era un colegio con aire de cuartel, especializado en corregir el fracaso escolar

Almerienses en el comedor del internado de Campillos: Verdejo Padilla, Antonio Herrera, Juan Manuel Camacho y Pepe Pérez Serrano. Verano de 1969.
Almerienses en el comedor del internado de Campillos: Verdejo Padilla, Antonio Herrera, Juan Manuel Camacho y Pepe Pérez Serrano. Verano de 1969.
Eduardo de Vicente
08:59 • 12 may. 2022

En el verano de 1969, cuando el hombre estaba a punto de poner los pies en la Luna, una compañía de jóvenes almerienses emprendía un viaje casi tan largo como ir al lejano satélite. Se iban a Campillos, aquel contraparaíso de la juventud de aquellos años, especializado en corregir el fracaso escolar.



El lugar estaba en la provincia de Málaga, pero quedaba tan perdido por nuestro aislamiento secular, que el viaje era una auténtica odisea. Había que coger el tren hasta Granada, donde se hacía trasbordo, y desde allí, tomar el automotor que iba a Sevilla o a Algeciras, con otro trasbordo en Bobadilla en un tren ferrobús que era el que los dejaba en la misma estación de Campillos. Seis horas después de partir de la estación de Almería llegaban a su destino, seguramente con la misma sensación del que se iba al servicio militar a la otra esquina del mapa.



Aquel viaje inmisericorde era la primera estación de penitencia que había que cumplir cuando a alguien lo condenaban a Campillos. Allí nadie llegaba contento ni por su propia voluntad. Ningún estudiante celebraba con una fiesta la decisión de sus padres de mandarlo a aquel colegio con alma de cuartel donde te ponían recto como una vela y te obligaban a aprobar.



Que te mandaran a Campillos era sufrir la pena de ‘perder’ un verano de tu adolescencia por muy bien que te fuera, por muchos aprobados que vinieran después. Pasar dos meses allí era como aislarse del mundo, y lo que era peor, que te alejaran de tu grupo de amigos, de la muchacha del instituto que te gustaba, de aquellos veranos ociosos de Almería que eran el paradigma de la felicidad para cualquier adolescente.



Allí se iba a estudiar, y a nada más. Dormir, comer, estudiar y contar los días que faltaban para que llegara la última semana de agosto y poder regresar. 



Al exilio de  Campillos iban los estudiantes que se atrancaban, los que empezaban a perder el tren, los que necesitaban más disciplina para salir adelante, aquellos a los que era conveniente apartar de las malas compañías y los entretenimientos de adolescentes que tanto les hacían perder el tiempo en Almería.



 



La mayoría de aquellos estudiantes ‘desterrados’ tenía detrás a unos padres exigentes, de aquella generación de padres que se dejaron la vida trabajando duro para que sus hijos pudieran tener estudios. Si tenían claro algo en esta vida era que tenían que hacer de sus hijos “hombres de provecho” y todo pasaba por completar al menos los estudios de Bachillerato, en un tiempo en el que se decía que si no tenías el Bachiller no eras nadie. Campillos era un colegio de pago, perdido en la mitad de un llano de la provincia de Málaga. Tenía aspecto de cortijo, donde olía a cabras y a campo abierto, pero en su alma guardaba la atmósfera y las formas de vida de un campamento militar. 


Cuando un muchacho llegaba allí no tenía muy claro si lo mandaban a estudiar o a hacer un ensayo de la mili. Tenía un patio central que no se diferenciaba del de un cuartel, y los dormitorios se aventuraban en una gran nave fría y destartalada llena de camas literas y de taquillas, donde reinaba ese profundo olor masculino tan característico de los acuartelamientos militares. En la entrada de la habitación aparecía la figura del inspector, que velaba día y noche para que dentro de los dormitorios reinara el orden; aquel personaje venía a ser como el imaginaria de la mili. Los servicios eran rudimentarios, un agujero en el suelo que obligaba a colocarse en cuclillas y duchas corridas donde la intimidad era escasa. Al frente del colegio en aquellos años estaba don José Macías, el director, un tipo duro que se hacía respetar con solo una mirada


La disciplina era una de las banderas de aquel internado, que mantenía como principios los viejos métodos de enseñanza. Desde el director y hasta el último maestro, utilizaban los pescozones para imponer sus criterios. Disciplina, orden, respeto, y muchas horas de estudio obligado, eran las claves para que el colegio se considerara un lugar infalible para progresar.


Nada de vagos, nada de gestos perezosos. Había que madrugar como en la mili, levantarse temprano para tener tiempo de asearse, desayunar y repasar las lecciones del día anterior antes de volver a las aulas. Al amanecer, el inspector entraba en aquella nave profunda y masculina de los dormitorios para que nadie se quedara rezagado debajo de las sábanas. El desayuno era tan simple como un café servido en vaso de lata y magdalenas a granel. Pero mucho peor que el desayuno era el almuerzo. En ese momento, Campillos se parecía más que nunca a un campamento militar y había que hacer de tripas corazón para meterse en el cuerpo la comida de rancho que elaboraban en la cocina. Uno de los menús más temidos era el arroz, tan mal hecho, tan compacto, que si le dabas la vuelta al plato y lo colocabas boca abajo, no se caía ni un grano al suelo. 


Campillos era un castigo, pero en la mayoría de los casos daba buenos resultados. Los muchachos aprobaban, aunque fuera a costa de haberse dejado en el camino un verano irrepetible.


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