El placer de lo que estaba prohibido

Jugábamos a fumar porque estaba prohibido y era como rebelarse

Los jóvenes querían fumar por rebeldía.
Los jóvenes querían fumar por rebeldía. La Voz
Eduardo de Vicente
20:59 • 16 may. 2022

Bebíamos agua de cualquier sitio, de la primera fuente que nos encontráramos por el camino. Llegábamos corriendo, sudando, compitiendo para intentar ser el primero y disfrutar de ese placer de estrenar el grifo sin que ninguna boca infantil lo hubiera profanado todavía. “No chupes”, decía alguien, pero al final todos pegábamos los labios al grifo como si fuera nuestro. 



Beber agua sin límite después de jugar tenía el sabor de los placeres prohibidos porque estábamos cansados de escuchar a nuestras madres aquella frase tan repetida que nos advertía de que no debíamos de beber nada sudando, que era un riesgo para la salud. Pero a nosotros ese riesgo nos motivaba y nos daba tanta sed que no podíamos frenar nuestro instinto cuando estábamos delante de una fuente.



Casi todos llevábamos en la conciencia unas tablas de la ley que se habían ido forjando a base de recomendaciones, órdenes y consejos familiares. Eran las reglas no escritas que tenían que regir en nuestra vida callejera. Nos decían “no sudes, no te bañes después de comer, no aceptes caramelos de desconocidos, no te sientes en los trancos con la ropa limpia” y tardábamos diez minutos en olvidarlo porque la naturaleza de los niños era vivir el instante y hacerlo a impulsos, rigiéndonos por esas otras leyes que eran las de la calle, siempre a contracorriente de lo que nos decían en nuestras casas. “No te metas los dedos en la nariz, no te  toques el pito que se te va a quedar arrugado, no cruces la calle sin mirar, no te juntes con ese”, volvían a advertirnos y nosotros volvíamos a hacer de nuestra capa un sayo y buscábamos las malas compañías que casi siempre eran las mejores, las más divertidas, las que completaban nuestro espíritu mundano. 



De lo que no eran conscientes la mayoría de las madres era de que su hijo podía ser también una de esas malas y temidas compañías, que detrás del niño bueno y obediente que actuaba dentro de la casa se escondía un pequeño diablo que cuando se mezclaba con la libertad de la calle sacaba todos sus instintos a pasear y podía ser tan golfo como el primero. 



Las malas compañías te enseñaban a mirar con mayor deseo a las niñas de tu barrio y te invitaban a conocer todos los pecados, los que habíamos aprendido en el catecismo y los que nos habían impuesto en la familia. 



Uno de los delitos más perseguidos entonces era el de fumar. Que te pillaran fumando era parecido a que el cielo te cayera sobre la cabeza. Si tu padre te cogía infraganti te podías tragar el cigarro de un tortazo o digerirlo tú mismo de forma voluntaria para no dejar huellas. El prestigioso hostelero almeriense Paco Morales, dueño del bar Entrefinos, cuenta que siendo ya un adolescente su padre estuvo a punto de sorprenderlo con un cigarrillo en la boca, si no llegar a ser porque estuvo rápido de reflejos y antes de que lo viera se zampó el pitillo encendido como si fuera una barra de regaliz. 



Jugábamos a fumar porque estaba prohibido y era como la madre de todas las rebeliones. Fumarse un cigarro a medias te consagraba dentro de la pandilla y afianzaba los lazos de camaradería. Nada unía más en el grupo que compartir un cigarrillo sin delicadezas, pasando de boca en boca, apurando hasta la última calada, escuchando la voz postrera del vicioso de turno que decía: “Déjame la pava”. La pava era la boquilla, el último suspiro del cigarro, un soplo de nicotina que te dejaba noqueado.



Fumar tenía un protocolo que empezaba por comprar el cigarrillo suelto con el pretesto de que era para tu padre. Después llegaba el momento supremo de la ceremonia, cuando el cigarro se compartía en un ritual ancestral por el que todos pasamos alguna vez; el último paso era borrar las huellas del tabaco: lavarse bien las manos y sobre todo, disimular el olor que la nicotina te había dejado en la boca. A la hora de reunir el dinero para comprar el cigarro había que sacar también para los chicles de menta que te limpiaban el aliento. 


En esa lista de actos prohibidos estaban también los besos. Cualquier muestra de deseo tenía muy mala prensa entonces y estaba considera como uno de los pecados principales. No cometerás actos impuros, nos decían los curas, mientras nuestra imaginación no dejaba de generar impurezas. 


Meterse en la oscuridad de un portal con una niña a besarse y a rozarse era pisar las aguas pantanosas del infierno, pero a la vez suponía acariciar el cielo con las manos. Pobres corazones desbocados que se saltaban las normas enamorándose varias veces al día. Nos decían que eso del amor llegaba una vez y era para toda la vida, cuando nosotros andábamos siempre enamorados, cuando no era de una compañera de clase era de la vecina de enfrente o de la prima de la vecina que había llegado de fuera a pasar el verano. Como éramos niños y no podíamos enamorarnos, más placer sentíamos cuando una niña nos regalaba el tesoro prohibido de un beso.



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