El cura que salvó vidas en Viator

Don Diego Martín Toro evitó una catástrofe en la riada de octubre del año 1871

Don Diego Martín Toro nació en Laujar en 1833 y ejerció el sacerdocio en su pueblo, en Viator y en Almería.
Don Diego Martín Toro nació en Laujar en 1833 y ejerció el sacerdocio en su pueblo, en Viator y en Almería.
Eduardo de Vicente
08:59 • 18 may. 2022

En la memoria del pueblo de Viator está escrita la fecha del 22 y 23 de octubre de 1871, cuando las fuertes lluvias desbordaron el río Andarax y las aguas inundaron los barrios más próximos, llevándose por delante todo lo que encontraban a su paso. En los momentos más dramáticos fue decisiva la actuación del cura párroco don Diego Martín Toro, que mandó abrir las puertas del templo para que las familias que se hallaban en peligro se cobijaran en el regazo de la Virgen de las Angustias



Don Diego dejó huella en los vecinos del pueblo, no solo por su intervención en la riada, sino por los negocios que emprendió para favorecer la economía de sus habitantes. El cura, en sus ratos libres, se dedicó con entusiasmo a la fundación de sociedades de exploración y explotación mineras, registrando junto al comerciante Francisco Cruz Ribera, varios cotos mineros que dieron riqueza al pueblo.



Tras sus primeros en Viator, el sacerdote fue destinado a la capital, donde también dejó una huella profunda en todos los que lo conocieron.



A don Diego se le conocía desde lejos porque nunca se quitaba la capa que le otorgaba su condición de Chantre de La Catedral. La capa le daba prestigio, realzaba su figura y acentuaba su fama de cura extravagante. Sus enemigos decían que en verano, para no quitarse la capa, sólo salía a la calle a las horas en las que no calentaba el sol. Otros se hacían preguntas sobre qué escondería aquel sacerdote debajo de tan ilustre envoltura. El clérigo, célebre por sus dotes de ingenio y por su llaneza, no dudaba en responder, si alguien le preguntaba, que la capa formaba parte del hábito que Dios le había concedido y por lo tanto, salir sin capa sería como ir por la vida sin alma o caminar desnudo por la calle.



Don Diego Martín Toro tenía una voz prodigiosa que llegó a ser tan reconocida en la ciudad, que cada vez que daba una Misa cantada faltaban sillas en el templo. Él puso de moda, hacia 1880, los Maitines de Tinieblas, que comenzaban al anochecer del Miércoles Santo y se celebraban hasta el Sábado de Gloria. 



En todas los templos se colocaba un candelero, al que llamaban triangular, en el que se iban fijando quince velas, catorce amarillas y una superior de color blanco que se ponía debajo del altar y representaba a Jesucristo, que estando muerto y sepultado, vivía una vida oculta a los hombres.



Este espectáculo impresionaba cuando se hacía en La Catedral, ya que la ceremonia terminaba con el canto del Miserere, en el que tomaban parte todos los miembros de la Capilla, dirigidos por don Diego Martín Toro, y algunos de los más distinguidos aficionados al arte lírico de la capital. 



Cuando empezaban a sonar las voces, y el órgano de la iglesia invadía con sus notas todas las bóvedas y las capillas, se abrían de par en par las puertas del templo y se apagaban de repente todas las velas menos una, formándose, con la humareda blanca y el humo que salía de los incensarios, una especie de neblina que para los creyentes representaba a las tinieblas que cubrieron la tierra a la muerte del Creador.  Los Maitines de Tinieblas terminaban con la procesión de los clérigos, que en silencio y sin otro acompañamiento que el ruido de sus pisadas y la mirada de los fieles, le daban una vuelta al templo hasta retirarse por la Sacristía. 


Don Diego Martín Toro no sólo se hizo célebre por su prodigiosa voz y por sus cualidades para llevar la batuta cantoral de maestro. También era muy nombrado en Almería por su buen humor, su ingenio, su habilidad para escuchar a la gente y su valentía para no renunciar a ninguna polémica. Por eso siempre tuvo fama de ser un sacerdote de armas tomar. 


De los conflictos que tuvo a lo largo de su ministerio, fue muy nombrado el que lo enfrentó a un grupo de fieles de la parroquia de San Pedro, en el verano de 1885. 


Don Diego celebraba Misa todos los festivos a las ocho de la mañana, una sola ceremonia ya que la que tradicionalmente se oficiaba a la una de la tarde, la había tenido que suprimir por la falta de recursos económicos. 


La única Misa en domingos y festivos era a las ocho de la mañana, pero el cura, haciendo gala de su extravagancia, madrugaba más de la cuenta y salía al altar un cuarto de hora antes del horario previsto, por lo que eran muchos los parroquianos que llegaban al templo con la ceremonia iniciada. La polémica fue tan importante que hasta el alcalde, don Agustín de Burgos, tuvo que mediar para que se solucionara el problema. 

Don Diego fue también un cura de trinchera. Su preocupación por participar activamente en la vida social de la ciudad le llevó a tomar parte en batallas que le costaron algunas enemistades.


En el verano de 1879 criticó al Gobierno de la Diputación después de acumular cuatro meses de impagos a las nodrizas externas que trabajaban para el Hospicio. Al no percibir la paga, las nodrizas se presentaron en el establecimiento y le entregaron a las Hijas de la Caridad  los niños que amamantaban. Si no tenemos dinero para poder alimentarnos no podemos darle de mamar a los niños, le dijeron al cura, que no dudó en presentarse en la Diputación y exigir el pago inmediato de las ‘nóminas’.


Sus detractores le criticaron que un sacerdote se involucrara tanto en la sociedad como lo hacía don Diego y también su presunta participación en la formación, hacia 1880, del Partido Liberal Fusionista de la provincia de Almería. El canónigo siempre negó su vinculación política, aunque no pudo evitar que su hermano Antonio sí formara parte del grupo y que su tío, Bernardo Toro y Moya, fuera uno de los dirigentes de las entonces llamadas ‘huestes fusionistas’. 


En el otoño de 1896, cuando contaba sesenta y tres años de edad, cayó enfermo y en apenas dos semanas se le fue esfumando la vida.  Una tarde del mes de noviembre no le vieron pasear por el coro de La Catedral ni arrodillarse delante del Cristo de la Escucha, como solía hacer antes de recogerse. Cuando fueron a buscarlo a su casa, en la calle Navarro Rodrigo, se le encontraron moribundo. A su entierro vinieron cientos de amigos de la provincia y fueron tantos los que se congregaron en La Catedral que tuvieron que dejar abierta la puerta principal.


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