El exceso marca el ritmo de nuestras vidas. Aquello de que la virtud estaba en el término medio pasó de moda y ahora, cualquier acto viene rodeado de una pompa exagerada que acaba por robarle la naturalidad hasta algo tan sencillo como debería de ser una Primera Comunión.
Basta con darse una vuelta por la puerta de una iglesia para comprobar a dónde hemos llegado, a qué punto de derroche, a qué grado de barroquismo, a qué devaluación de la estética. Ya no nos vestimos ‘de limpio’ para ir a una Primera Comunión como hacíamos antes, ahora nos disfrazamos directamente, nos maquillamos como si fuéramos actores de una comedia. Esos vestidos aparatosos que chirrían con los rayos del sol, esos zapatos de altura que más que tacones parecen un andamio, esas caras embadurnadas con varias manos de pintura, esos trajes solemnes y apretados que convierten a los hombres en novios de no se qué boda, esa celebración ostentosa y eterna en la que es complicado adivinar si el que hace la Comunión es el niño o son los padres y toda la comitiva.
Recuerdo cuando se empezaron a poner de moda las primeras comuniones aparatosas y se escuchaban aquellos comentarios que hablaban de los padres que habían pedido un préstamo al banco para celebrarlo a lo grande.
Habíamos entrado en la época del exceso por bandera, del exhibicionismo desmedido, de la alegría indefensa, de la elevación a los altares de la estética de lo que en otro tiempo considerábamos hortera. Creíamos que habíamos subido dos escalones cuando en realidad no dejábamos de dar pasos atrás. De pronto, todos empezamos a organizar bodas y comuniones en las que encajaban perfectamente la música de los Chunguitos o de los Chichos.
Qué paradoja: a medida que las familias fueron renegando de la Iglesia, con más pompa se empezaron a celebrar las primeras comuniones. Cualquier pretesto, hasta la figura de Dios, era bueno con tal de organizar una fiesta después. Poco importaba el sentido de aquel día, ese espíritu religioso que envolvía el momento de presentarse ante el Altísimo, lo transcendente pasó a ser la ropa, las apariencias y los convites, que empezaron a convertirse en celebraciones maratonianas.
Si usted se asoma a la puerta de un restaurante o de un hotel cuando llega la hora de la retirada, tendrá la sensación de que toda esa gente que sale de una Primera Comunión va derrotada, como si acabara de terminar una carrera de campo a través o viniera de descargar un camión de sacos de cemento.
Los que fuimos niños hace cincuenta años veníamos de un mundo distinto donde la Primera Comunión era una pequeña fiesta familiar en la que no había otro protagonista que el niño. Eran pocas las familias que se podían permitir el lujo de celebrarlo en un bar y eran muchas las que escogían organizarlo en la propia casa a base de bocadillos y de ‘fantas’.
El mayor exceso que se hacía entonces era ir al estudio de Luis Guerry en el Paseo para que nos inmortalizara vestidos de santos. De esa tarea solían encargarse exclusivamente las madres, que unos días antes nos sacaban de la calle y de los juegos para visitar al retratista. Había quien tenía el privilegio de estrenar el traje o el vestido de Comunión y los que tenían que conformarse con encajar en la ropa del hermano mayor o de algún primo que había tomado el cuerpo de Cristo el año anterior.
El día elegido había que levantarse temprano. Nuestras madres terminaban de retocar el comedor, que había sido convenientemente pintado una semana antes, nos preparaban la ropa y nos iban vistiendo lentamente. Aquella mañana no podíamos desayunar porque había que ir en ayunas para recibir al Señor. Antes de salir de nuestras casas, mientras las madres nos retocaban el pelo bien empapado de colonia, le echábamos el último vistazo al comedor de la casa, donde se quedaban las cajas llenas de bocadillos y las botellas de refresco esperando el regreso.
Ya en la iglesia nos encontrábamos con los compañeros del colegio, que así vestidos nos parecían auténticos desconocidos. Nadie parecía lo que era bajo aquellas ropas blancas y relucientes.
Asistíamos nerviosos a la Misa y cuando se acercaba el instante de ir al altar a recibir la comunión, el miedo a equivocarnos, el temor a rozar la hostia con los dientes y masticarla, nos hacía temblar.
Recibir la Primera Comunión era como si nos dieran una purga que de pronto nos limpiaba el alma de todos los malos pensamientos y de todos los pecados que llevábamos en la mochila. Salíamos de la iglesia con el niño bueno asomado al balcón, como si fuéramos otro, como si de verdad nos hubiera cambiado la vida.
Envueltos en aquella atmósfera de misticismo infantil, regresábamos a la casa para despojarnos de la ropa sagrada y asistir al banquete donde los invitados no pasaban de los familiares más cercanos y de los amiguillos de la calle que se asomaban a la puerta por si se escapaba un trozo de pan con chorizo o mortadela, una Fanta fresquita o el milagro de una inmensa media luna.
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