Cómo hemos cambiado en 40 años

En 1979, cuando subimos por primera vez, apenas había mujeres en las gradas ni camisetas

En el Franco Navarro dominaba la testosterona. Era una grada masculina que rugía como una leonera.
En el Franco Navarro dominaba la testosterona. Era una grada masculina que rugía como una leonera. La Voz
Eduardo de Vicente
21:25 • 31 may. 2022

Uno de los iconos del fútbol de hace cuarenta años era la bota de vino. Nada unía más que una buena bota llena de Jumilla. La bota hacía afición, preparaba el cuerpo para la batalla y tendía puentes inquebrantables: cuando alguien te pasaba la bota sellaba una amistad.



La bota de vino era un símbolo en un fútbol donde dominaba la testosterona y donde ver a una mujer era un acontecimiento extraordinario. La del Franco Navarro era una grada masculina que rugía como una leonera y compartía la bota como en una romería. Aquellas tardes de fútbol tenían algo de romería, íbamos en caravana hacia aquel cerro del barrio de Torrecárdenas sabiendo que todos los domingos asistíamos a una ceremonia que se bendecía con vino y casi siempre terminaba en milagro. Nadie ganaba en nuestro estadio, nos sentíamos invencibles y el fútbol nos servía de terapia, nos ayudaba a quitarnos ese complejo de inferioridad que llevábamos en el inconsciente colectivo. Nos sentíamos pequeños, aislados del mundo, dejados de la mano de Dios, marcados por el estigma del paro y de la emigración, hasta que llegaba el domingo y nos transformábamos en héroes. 



Nuestro destino de eternos perdedores cambiaba sobre la hierba. Aquel humilde  campo de fútbol, obra de un loco solitario, nos embarcó en un sueño compartido. El fútbol nos enseñó a ganar. En tres temporadas, tres ascensos. De pronto nos hicimos tan importantes que hasta el periodista de moda  en aquellos tiempos, el que con un micrófono tenía más poder que cualquier presidente del Gobierno, vino varias veces al Franco Navarro para comprobar y narrar con su voz, aquel prodigio de una aldea perdida en el mapa que se había hecho invencible. 



El Franco Navarro nos acercó al fútbol por dentro y nos mostró los pequeños detalles, la épica y la lírica; fue entonces cuando descubrimos que el fútbol era un mundo de sensaciones, que más que un deporte era una pasión, que más que un juego, era la vida. Íbamos a ver cómo iban las obras y contábamos los centímetros del césped cuando estaba creciendo. Íbamos al nuevo estadio en familia, como el que salía de excursión , como si de pronto nos hubieran regalado una parcela para pasar el tiempo libre. 



El ‘Franco Navarro’ fue mucho más que un recinto deportivo; fue una ilusión compartida, el escalón que nos permitió salir de la autarquía y la pobreza del viejo estadio de la Falange y meternos de lleno en una nueva época. Nuestra Transición se hizo más en las gradas del nuevo campo de fútbol que en los mítines y en las reivindicaciones callejeras. El nuevo estadio multiplicó la afición por tres y unió a la ciudad en torno a un club de fútbol. Cuando el Almería jugaba en casa miles de aficionados subían por aquellas cuestas del camino del cementerio donde todavía no había llegado la civilización.



Aquél era un fútbol primitivo que olía a tabaco, a vino y a sudor masculino, donde el aficionado formaba parte del juego y podía inclinar el resultado de un partido en un momento determinado. La grada no se andaba con concesiones y el árbitro era un señor de negro que siempre pitaba en contra, por lo que nada más salir al campo ya se le estaba increpando. 



Los insultos formaban parte de aquella ceremonia. Se ponía en entredicho frecuentemente la honradez de las señoras de los jueces de línea y de la madre del defensa del equipo visitante que acababa de hacerle una entrada a Juan Rojas. No se cantaba ningún himno en la grada, pero medio estadio coreaba a capela aquella estrofa que decía: “El dos, el dos, el dos es un hijo puta”. 



Apenas había mujeres entre el público y era inconcebible ver a una peña de adolescentes. Nadie llevaba puesta la camiseta rojiblanca porque tener una camiseta de un equipo de fútbol era un pequeño lujo que te traían los Reyes Magos, que eran del Madrid. 


Nadie nos ganaba en nuestro campo. Cada domingo era como asistir a una aventura con final feliz, donde las emociones se rebozaban con habas, tocino, bocadillos de jamón y aquella bota de vino pellejera que pasaba de mano en mano haciendo afición.  


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