El valiente que falsificaba el boletín

Junio era tan esperado como temido. Las notas te marcaban el rumbo del verano

El curso acababa en el instituto con la entrega de las notas y con la ceremonia de los diplomas a los alumnos más destacados.
El curso acababa en el instituto con la entrega de las notas y con la ceremonia de los diplomas a los alumnos más destacados. La Voz
Eduardo de Vicente
20:29 • 07 jun. 2022

Junio era la última recta, la meta con la que todos los estudiantes soñábamos, los buenos y los malos. Junio era tan esperado como temido, porque era el mes de las vacaciones eternas, pero también era el mes de los exámenes finales y de las notas que te marcaban el rumbo del verano.



Junio nos traía el cambio de horario en las clases. Dejábamos de ir por la tarde, lo que nos permitía conquistar un territorio, el de las tardes, que estábamos descubriendo cada año; no nos acordábamos de un curso para otro de la felicidad que nos generaba salir a la una del colegio y no volver hasta el día siguiente. Era como un entrenamiento de cara a las vacaciones que no acababan de llegar, nunca sabíamos con certeza qué día finalizaría el curso y siempre había alguno, el que bebía de las fuentes de radio macuto, que te ponía la miel en los labios diciendo que nos iban a dar antes las vacaciones porque iban a arreglar el colegio para el próximo curso. Al final acabábamos apurando hasta á última semana del mes, hasta ese último instante en que los profesores nos daban las notas.



Los que llevaban todo aprobado lo vivían como el último escalón de aquella larga escalera que comenzaba en septiembre, mientras que aquellos que no superaban nada más que la religión y los trabajos manuales afrontaban junio con la agonía de una condena. Había quien no soportaba esa presión de tener que presentarse ante su padre con el boletín cargado de suspensos y se atrevía a retocar las notas finales para poder tener un verano más tranquilo.



Falsificar el boletín era un delito mayor en el código estudiantil. Si te cazaban recibías un doble castigo, el del colegio o el instituto y el de tu padre, que era el más temido. Había quien optaba por engañar a medias y dejaba un par de suspensos colgando para no levantar sospechas, y había quien tiraba la casa por la ventana transformando un boletín sembrado de suspensos en un manantial de aprobados y notables.  



El fraude solía tener los pies muy cortos y el falsificador acababa casi siempre derrotado, bien porque había cometido un amaño burdo en el que el retoque saltaba a la vista, o bien porque su padre no se creía el milagro de tanto aprobado después de un año de suspensos.



Las notas te marcaban el destino. Si aprobabas recibías el mayor regalo al que podías aspirar, que te dejaran vía libre para entrar y salir de tu casa cuando quisieras. Si te suspendían y tus padres eran exigentes, corrías el riesgo de que te condenaran a recibir clases particulares, que era como decirte que empezabas el curso de nuevo mientras los demás estaban en la playa.



La pena menor era que te pusieran un profesor particular o que te matricularan en una academia, y la más temida, que te enviaran a Campillos. Como esta última salida requería disponer de recursos económicos importantes, la mayoría de los suspensos acababan en alguna academia a ver si saltaba la liebre. Las clases particulares eran un auténtico martirio que te partían las vacaciones por la mitad. Mientras los amigos de tu barrio se pasaban los días tirados por la playa o vagabundeando por las plazas y los solares, tú, el del suspenso, tenías que programar tu vida como si no existiera el verano, sabiendo que todas las mañanas, a primera hora, tenías que volver a los libros y lo que era peor, a las explicaciones globalizadas de un profesor que seguramente también sufría la condena de las malditas clases particulares.



En las academias coincidían buenos estudiantes que habían tenido un descuido en una asignatura importante, con auténticos profesionales del ‘muy deficiente’, que ya sabían de antemano que aquel sacrificio familiar no iba a servir para mucho. Cuánto  insistían los padres de entonces, cuánto esfuerzo para sacar una paga extra para el maestro a ver si el niño obraba el milagro, aprobaba en septiembre y podía seguir estudiando. 


Solía ocurrir con frecuencia que los menos responsables, los suspensos vocacionales, los derrotados sin remisión, acababan haciendo grupo en la academia y ponían en riesgo a toda la clase, aprovechando que el profesor particular estaba tan cansado como ellos y solía ser menos riguroso a la hora de tomar medidas disciplinarias con los alborotadores.


La academia era una condena diaria porque al suponer un sacrificio económico para tu familia obligaba a tus padres a estar más encima. No solo era la asistencia a clase por las mañanas, sino las horas obligadas de estudio que había que echar por las tardes si querías ir a la playa un par de horas o salir a la calle a jugar con los amigos. Había muchachos que no resistían aquella presión de los estudios y se salían de la academia para dejar definitivamente los libros y aprender un oficio o buscar un trabajo. 

Qué distinto era el verano de los que aprobaban. Las buenas notas te concedían el título de rey de la casa y nadie se atrevía a decirte que no, ni a llevarte la contraria. Con qué orgullo, las madres le contaban a las vecinas que su hijo lo había aprobado todo, y con qué felicidad salíamos a la calle sin límites, convencidos de que aquel verano, como todos los veranos, iba a ser eterno.


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