El canon de belleza ha cambiado tanto que lo que hace cuarenta años se consideraba atractivo hoy está en clara decadencia. Los jóvenes de ahora se dejan sus ahorros en el salón de estética de donde salen completamente depilados como las estatuas de Praxíteles en la Grecia Clásica, como auténticos maniquís de escaparate.
Ver un pecho masculino con pelo es una rareza y encontrarte en la playa con un peludo completo, de pies a cabeza, resulta tan anacrónico que puede correr el riesgo de convertirse en un espectáculo.
Cómo han cambiado los tiempos. En los años setenta estaba en plena efervescencia la figura del ‘pecho lobo’, con sus pectorales reglamentarios bien cubiertos de vello, cuanto más pelo, mejor.
Tener pelo en el pecho era un don que te daba la naturaleza y una aspiración de la mayoría de los adolescentes que soñábamos con esos pechos selváticos de hombres primitivos que según se decía entonces, gustaban tanto a las mujeres. Cuando empezaban a salirnos el bigote y los primeros signos de la pubertad en la barba, nos mirábamos por las noches en el espejo para ver si el pelo aparecía también en ese escaparate de la virilidad que era el pecho masculino.
Cuánto envidiábamos a aquellos jóvenes que antes de la mayoría de edad ya exhibían sus pectorales cubiertos de una abundante vegetación. Con qué alegría celebrábamos un nuevo brote y con qué ingenuidad recurríamos al viejo método del tocino para que nos llenara de virilidad. Existía la creencia de que si te restregabas tocino en el pecho te salía un pelo abundante en poco tiempo y que aquel milagro prodigioso no era una leyenda pandillera, sino que estaba comprobado científicamente.
Estábamos tan convencidos de que el tocino nos transformaría en más hombres en cuestión de días que no solo lo utilizábamos en el pecho, sino que cuando empezábamos a pisar esa línea tan sutil que marcaba la frontera entre la infancia y la pubertad, nos dábamos buenas refriegas de tocino en la zona púbica para presumir de virilidad ante nuestros amigos. Mientras nosotros experimentábamos con el sebo nuestras madres no se explicaban quién había arrasado con la manta de tocino que estaba en la despensa.
Los que se cansaban de tanta refriega y no encontraban resultado, recurrían a aquel ungüento que vendían en las droguerías con el nombre de ‘Abrotanomacho’, que lo mismo se utilizaba para el pecho que para frenar la alopecia, que en aquellos tiempos era uno de los peores enemigos con los que se podía enfrentar un adolescente. Ser calvo hace cuarenta o cincuenta años era una condena. Al contrario de lo que ocurre hoy, que raparse la cabeza completamente tiene cierto glamour, una calva prematura era un estigma para un muchacho de entonces. Quedarte calvo te marcaba, más en esa edad en la que el cuerpo te pedía gustar. Ser calvo era una lacra que te podía convertir en blanco de cualquier bromista, de aquellos que te señalaban con el dedo y decían: “Mira el calvo ese”.
El canon de belleza masculino pasaba por tener una buena melena y si es posible, por tener una abundante mata de pelo en el pecho. El que gozaba de este don solía aprovecharlo y no dudaba en utilizar camisas bien abiertas cuando iba los fines de semana a la discoteca. Un pecho sembrado de vello, con una vistosa cadena de oro, tenía medio camino andado a la hora del ligue.
En el otro lado de la balanza estética estaba el imberbe que por mucho tocino que se restregaba no conseguía hacer brotar un pelo. Si además era un enclenque y tenía el pecho hundido, corría el riesgo de ser pacto de las bromas y de que el gracioso del barrio le dijera con tono irónico y una dosis de mala leche: “Dónde vas, pecho lobo”.
En aquellos tiempos no había llegado todavía la fiebre de los gimnasios ni el culto al cuerpo. Los más fuertes lo eran por naturaleza y los que estaban más cuadrados eran casi siempre los albañiles, que tenían los brazos hipertrofiados de tanto darle al palustre y de tanto subir ladrillos y sacos de cemento.
Quién no conoció en su barrio a algún joven albañil tostado por el sol del andamio, con los músculos marcados por el esfuerzo, que cuando llegaba el sábado noche se transformaba en un dandi de barra de bar y pista de baile. Cómo marcaba territorio con su melena recién lavada y con la camisa bien abierta para que las niñas disfrutaran de aquel envidiable ‘pecho lobo’.
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