Había ido con su sobrino Pedro Antonio Cánovas a remar al Puerto de Almería, a una de aquellas barcas de paseo amarradas junto a la escalinata real. No llegó a embarcar porque sufrió un ictus y cayó al suelo fulminado. Era un día de junio como hoy de 1952, hace justo 70 años, cuando la vida del célebre Juan Cuadrado Ruiz se fue apagando con solo 66 años. Lo llevaron a su casa del Paseo y de allí a Vera donde cerró los ojos y donde fue enterrado el ilustre arqueólogo, pintor, intelectual indaliano y promotor incansable de la cultura almeriense en los años difíciles de la preguerra y la postguerra.
Siete décadas han pasado ya sin este noble almeriense, el impulsor y director del Museo Arqueológico, desde 1933 hasta 1952, quien donó gratia et amore una interesante colección de piezas de su propiedad que hoy pueden disfrutar los almerienses aficionados al arte prehistórico. En pago, algunos soplones que conspiraron contra él por razones políticas consiguieron meterlo ocho meses en la cárcel en 1944.
Pero él -este intelectual escasamente reconocido a pesar de su legado- fue siempre a lo suyo: a la divulgación del genuino duende almeriense, a la plasmación de personajes a plumilla con una maestría sin igual, a sus clases en la Escuela de Artes, a sus excursiones como zahorí de arcanos.
Nació en Vera en 1886, hijo de un registrador de la propiedad, en una familia acaudalada, aunque se quedó huérfano de padre a los cuatro meses y se marchó a estudiar a Valencia con su abuelo materno. Destacó en el dibujo y la pintura y se convirtió en alumno de Sorolla y conoció a Rusiñol. Su vida era el arte y no dudó, por eso, en repudiar los estudios iniciados de derecho. En 1921 se sacó con la totanera Juana Cánovas Martínez y en el directorio de Primo de Rivera fue investido alcalde de su pueblo, su único tránsito por la política. Alternó estancias en Totana hasta que obtuvo plaza de profesor de dibujo en la Escuela de Artes situada entonces en el actual Instituto Celia Viñas, donde estaba también el Museo Arqueológico.
Cuadrado llenaba en esa época un espacio vital en esa Almería que nos parece tan lejana. Fue uno de los almerienses más poliédricos de la provincia, un caballero a la antigua, por su indumentaria, y jovial e imaginativo de carácter. Pocos como él publicitaron con tanto frenesí los encantos de esta tierra, sus tesoros escondidos, la torería de algunos de sus personajes, la rudeza de los pescadores, el desparpajo de sus artistas. Su estela aparecía por todos lados en esos años tan cargados de tragedia.
Fue un genio renacentista y no hubo un intelectual que no fuese compadre suyo, desde Perceval a Celia Viñas. desde Sotomayor a Casanova de Párraga o Molina Fajardo. Y sobre todo, permaneció siempre cerca de su maestro, el belga Luis Siret, del que aprendió las técnicas de las excavaciones arqueológicas. No sabía vivir si no era con plenitud, si no saltaba de un barco para describir la ruda vida de la mar a una plaza de toros para dibujar a Joselito el Gallo o a Ralampaguito (del que fue apoderado), si no brincaba de los pedregosos pechos de la Alcazaba al vagón de un tren para acompañar a los indalianos a Madrid. De Cantón Checa y Alcaraz fue profesor en la Escuela de Artes. Juan Cuadrado, el aprendiz de todo y maestro de casi todo, Se dedicó siempre a polifacéticas actividades, desde sus correrías con Siret por Villaricos y Herrerías hasta cultivar el periodismo radiofónico y el cine.
Hidalgo de sol y sal Fue uno de los fundadores de Radio Almería en 1934 y el primer almeriense que habló delante de un micrófono. Filmó también varios documentales sobre la uva y los pueblos de Almería.
El profesor Arturo Medina dijo de él que era el personaje al que se disputaban todas las tertulias, un grato conversador, un tipo esencial “que no curaba de apariencia ni de ceremonias infladas, nada más sencillo que don Juan, pulcro, elegante, cordial y puntual, curtido de sol y sal, recia estampa de hidalgo difícilmente repetible”. Del dibujo quedan sus láminas a plumilla, hiperrealistas, y sus crónicas taurinas redactadas con empaque.
Cuadrado menudeó también la crónica social como los bailes en el Casino, el Tren Botijo de Granada o los comentarios a los libros de su amigo el poeta Sotomayor, quien le regaló una faca de canales como la que titula una de sus composiciones y a quien el arqueólogo promovió como hijo adoptivo de Vera.
Dado al diálogo, autodidacta, periodista, profesor, arqueólogo, no hubo molde que lo ensillara. Quizá, por eso, se diluyó en exceso el veratense, en detrimento de una más docta y sosegada tarea. Porque no era perezoso en absoluto para emprender caminos inexplorados, para abandonar la zona de confort en la que tiende a refugiarse cualquier ser humano.
Fue, quizá sin el saberlo, uno de los mejores publicistas que ha tenido Almería, un divulgador de su historia y prehistoria, como el Padre Tapia, con quien compartía aficiones. Activó el interés de los jóvenes de la Postguerra por la prehistoria y estuvo en los inicios del Indalo, junto a Perceval, a quien llevó a conocer los hombrecillos en las puertas de Mojácar.
Pocos como él se patearon los rincones desolados de Almería, sus cuevas en busca de huesos, sus ramblas resecas como sepulturas. Juan Cuadrado, con su bastón de excavador, sus botas de piel vuelta y sus bolsillos siempre lleno de lascas, era feliz cuando recibía de lleno el sol en sierras o el viento en cauces secos.
Nunca se preocupó del futuro, siempre del momento, como el Carpe Diem del Club de los Poetas Muertos) aunque legó una dispersa obra de erudición y excelentes textos periodísticos que fueron reunidos muchos años después de su muerte por su hijo en las publicaciones Apuntes de Arqueología Almeriense y De Arqueología y otras cosas, en la Editorial Cajal de José María Artero.
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