La vida dentro de un coche

Los coches eran una casa con ruedas donde cabía toda la familia

Eduardo de Vicente
09:00 • 21 jun. 2022

El coche era nuestra casa con ruedas, donde cabía toda la familia, donde pasábamos los domingos de nuestra infancia. El coche en invierno nos llevaba a los descampados y al desierto de Tabernas, con el maletero convertido en una despensa donde no faltaba la sartén y el camping gas, que era nuestra cocina ambulante. De vez en cuando hacíamos una excepción y nos permitíamos el lujo de ir a comer a un restaurante o disfrutar de esa pequeña revolución culinaria que nos trajo el Molino de los Díaz, donde podíamos servirnos nosotros mismos.



El coche nos invitaba a viajar aunque solo fuera a los pinos del Alquián a pasar allí el día como si fuéramos turistas. Eran los tiempos de las neveras portátiles, de la cerveza El Águila,  del refresco de la Casera, de las latas de aceitunas sevillanas y de la tapa de mejillones en conserva para abrir boca. 



La vida entraba dentro de un coche. En verano, cuando viajábamos a la playa o al río, en el coche llevábamos la casa: las sombrillas, las hamacas, la mesa plegable, la nevera familiar, el padre, la madre, los hijos y hasta la abuela si ese día se había levantado con ánimo. Si hacía falta más espacio, porque a última hora se apuntaba un familiar o algún vecino, los más pequeños se hacían un hueco en el maletero, aunque fuera de rodillas.



El coche era el rey de la casa y tenía su propia personalidad. El coche olía a tabaco, a niño pequeño, a bocadillo de chorizo y al sudor de aquellas tardes de verano en las que de regreso de la playa los niños nos peleábamos por sentarnos al lado de la ventanilla. Nuestro aire acondicionado entonces era el viento, ese soplo divino que entraba a chorro por la ventanilla y nos invitaba a cerrar los ojos. Como no sabíamos lo que era la refrigeración artificial sentíamos menos el calor, estábamos más habituados y no nos quejábamos por ir cinco en el asiento de atrás, pegados como lapas y con las piernas selladas al escay. Cuando salías del coche llevabas el trasero mojado de sudor.



En el coche llevábamos la pelota y también el radio cassette con la cinta virgen preparada por si sonaba alguna canción de moda que queríamos grabar. Entonces solíamos cantar mucho en los viajes empujados por esa extraña sensación de euforia que nos invadía cada vez que nos montábamos en el coche. Era como entrar en otra dimensión, como si en vez de estar sentados en el asiento de atrás estuviéramos subidos en la noria de la Feria.



El coche nos traía un mundo de sensaciones diferentes. Cómo nos excitábamos cuando al coger un badén se nos colaba un gusanillo por la boca del estómago, cómo festejábamos un adelantamiento, aunque hubiera sido a la bicicleta que iba delante y como nos acongojábamos cuando al salir de una curva adivinábamos la silueta de la pareja de la guardia civil que con la libreta en la mano estaba repartiendo multas a diestro y siniestro.



El coche era también aquellos viajes de madrugada a Granada para ver al hermano mayor que estaba estudiando fuera. Salíamos antes de que amaneciera, no porque tuviéramos prisa, sino porque era la mejor forma de viajar sin competencia. Cuando a la salida del sol atravesábamos los llanos de Guadix, teníamos la sensación de estar solos en el mundo o al menos de formar parte del primer coche que pisaba aquellos parajes.



El coche era nuestra aventura familiar, la ilusión de los domingos, de aquellos domingos que tanto prometían en el camino de ida y tanto sufríamos después en la vuelta, cuando a la caída de la tarde la voz de una madre nos recordaba que nada más bajarnos del coche teníamos que ponernos a hacer la tarea. 


En el coche escuchábamos por la radio los goles que llegaban de los campos de Primera División y las retransmisiones lejanas de los partidos del Almería, cuando la voz de José Miguel Fernández, aquella voz familiar, de salita de estar y de brasero, nos contaba los regates de Rojas en el Escribano Castilla de Motril o en el Alfonso Murube de Ceuta. 

El coche fue para muchos de nosotros un lugar sagrado, una capilla andante, por eso mi madre se persignaba cuando iba a arrancar.


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