Aquella noche íbamos a la playa de puntillas, ligeros de equipaje, sin neveras, sin grandes fiestas, dispuestos a continuar con una costumbre que se perdía en la noche de los tiempos. Nos atraían la fuerza del mar y todas sus leyendas, esa ilusión de romper la rutina de una noche de verano y mojarse la cara en el mar para estar en paz con la madre naturaleza. Era mágica por varios motivos: por ese encuentro nocturno con el mar y porque sucedía en la última semana de colegio y aquella noche la vivíamos como el inicio de esa gran aventura que para un niño era siempre el verano.
Aquella era una tradición de mujeres y de niños. En mi calle siempre había alguna vecina que se encargaba de organizar la expedición a la playa, una vecina generosa que asumía también la responsabilidad de ir a pedirle permiso a nuestros padres para que nos dejaran ir a mojarnos los pies.
Aquellas noches de San Juan empezaban por la tarde y tenían un recorrido muy corto, unos minutos después de las doce de la noche ya estábamos de regreso. Era una fiesta sencilla, casi infantil, una pequeña aventura de madres cargadas de niños que llenaban la playa de juegos y de bocadillos de sobrasada y mantequilla bajo la mirada cómplice de la luna, que nunca faltaba al convite.
Aquella antigua costumbre mediterránea de lavarse la cara en el mar en las noches de San Juan ha ido evolucionando con el tiempo y lo que era una tradición familiar se ha convertido en una obligación multitudinaria. La esencia de la fiesta, que era la purificación del cuerpo y el alma en las aguas del mar a la luz de la primera luna de verano, es hoy una coartada para justificar un gran banquete de comida y bebida que en muchos casos termina convirtiéndose en un macro botellón. Hoy, los almerienses celebran San Juan como si fuera una feria y no dejan un trozo de playa libre ni limpio a lo largo del litoral.
Hasta hace cuarenta años, la Noche de San Juan conservaba su carácter de ceremonia que había que festejar cada 23 de junio. Mojarse los ojos o lavarse la cara, era suficiente para cumplir con el viejo rito. Pero no era la única forma de festejar la noche más corta del año. Antes de la Guerra Civil, se hicieron muy célebres las verbenas que organizaba la Sociedad Casino de Almería. Eran bailes de alta sociedad que se celebraban en la terraza del Paseo y duraban toda la noche hasta que empezaba a amanecer y las parejas terminaban desayunando churros con chocolate en el ‘Colón’ o en el ‘Suizo’.
En algunos suburbios, como el Barrio Alto y La Chanca, se hacían muñecos de madera y cartón para después quemarlos. Los niños iban por las carpinterías pidiendo restos de madera con los que levantaban el esqueleto de la figura. Utilizaban cartones mojados y corcho para darle forma al fantoche, lo engordaban después con serrín y lo vestían con ropas viejas. Alrededor de la fogata, danzaban los niños y cuando el fuego perdía altura, los jóvenes saltaban por encima de las llamas, ganándose la admiración de las muchachas del barrio.
En la Noche de San Juan de 1935, un año antes del Alzamiento, ocurrió un hecho que estuvo a punto de terminar en tragedia. En la calle Pedro Jover, en una explanada que había junto a la fábrica de almendras, un grupo de estibadores del Puerto construyeron un gigantesco muñeco que adornaron con una sotana y remataron con un enorme crucifijo que le colocaron en la mano al cura. Al lado pusieron un cartel donde se podía leer: “Otro que se va al cielo”. Varios vecinos denunciaron el hecho en el Cuartel de la Misericordia, que estaba a unos pasos, obligando a intervenir al retén de guardia que estaba en su puesto en esos momentos, que al frente de un teniente obligaron a los obreros a suspender la quema de la figura del sacerdote. “Estuvieron muy cerca de liarse a tiros”, cuenta María Felices, una de las trabajadoras de la fábrica de almendra que fue testigo del percance. “Los que hicieron el muñeco eran más de treinta y algunos iban armados. Entonces se dijo que habían sido los anarquistas los organizadores de la quema”.
Después de la guerra se mantuvo la tradición de lavarse la cara y los ojos en el mar. No era un acontecimiento multitudinario como ahora, pero eran muchas las familias que bajaban andando hasta las Almadrabillas. Era la gran playa de la ciudad, que se dividía en tres: la pequeña cala del Cable Inglés, en la que estaba prohibido bañarse por la profundidad que tenía; la playa del Club Náutico en la zona central, y a levante, en el camino que conducía al Cable Francés, la popular playa de Villa Cajones, llamada así por las modestas casetas que se extendían a lo largo de la arena.
La escena de las familias cenando en la playa se hizo habitual en los veranos de la década de los cincuenta. No hacía falta que fuera vísperas de San Juan. Las mujeres acudían con las cestas de la comida y los niños, y allí esperaban a los maridos a que llegaran del trabajo. También se hizo costumbre, después de la cena, meterse en alguna de las terrazas de cine que a partir de las ocho y media ofrecían la primera función. A finales de los sesenta, la ciudad fue conquistando las playas de San Miguel y el Zapillo. La construcción masiva de pisos y apartamentos llenó de vida esta zona y la franja de las Almadrabillas fue perdiendo fuerza hasta quedar arrinconada.
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