Había que subir por el camino que se abría cerca del margen occidental del río Andarax, dejar atrás el paso a nivel de Los Molinos y meterse en un entorno lleno de vega y viviendas salpicadas que formaban las pequeñas barriadas conocidas por Obra Pía Alta y Obra Pía Baja.
Siguiendo por ese vereda hacia el norte, antes de llegar al límite con el término de Huércal, aparecía la casa del último paso a nivel. Allí vivía Josefa Zamora Sánchez, que durante décadas fue la guardabarrera, la que se encargaba de velar por la seguridad de los trenes que iban y venían a Almería y de los vecinos que a diario cruzaban por las vías por no tener otro paso. Siguiendo en dirección hacia Huércal, se llegaba al camino que conducía hasta el llamado por unos palacio de Boleas, y por otros palacio de Arboleas, que en las primeras décadas del siglo pasado fue una de las fincas más hermosas de la vega por su frondosa vegetación y por la majestuosidad de su vivienda.
Era propiedad del senador don Ramón Ledesma Hernández y de su esposa, la señora Josefina Miranda Fernández. Allí pasaban los meses de verano refugiados del calor y allí celebraban grandes veladas donde no faltaba la música y la poesía, y a la que acudían las familias más cultas de la ciudad.
En aquel entorno, tan alejado de la ciudad, tan ligado al universo del ferrocarril, de la vega y del cauce del río, aparecía la casa del paso a nivel, con su tejado y su chimenea, tan bien pintada y tan cuidadosamente adornada que parecía sacada de un cuento de hadas. Tenía un piso alto que hacía de buhardilla, con dos ventanucos donde nunca faltaban las macetas.
Josefa, la guardabarrera, había construido un pequeño jardín con su seto que iba rodeando la vivienda resguardado por una valla de madera. Una enredadera cubría la fachada, acentuando la belleza de la casa y su aire de caserío norteño.
Josefa Zamora compartía el lugar con su esposo, José García Pérez, un antiguo ferroviario que vino de Guadix y se quedó para siempre. Una estampa típica era la del marido partiendo leña con una hacha junto a la puerta, rodeado de las gallinas que merodeaban siempre por las vías, aguardando a que pasara algún tren cargado de trigo o maíz. Cuando aquellos viejos vagones de madera pasaban cargados de grano, iban dejando su rastro para consuelo de las hambrientas gallinas, que ese día comían sin límite a riesgos de que las atropellara el tren.
Aquel escenario tenía la magia de los lugares remotos de la vega, el aliciente del cauce del río que estaba próximo y la soledad que le daba la lejanía de la ciudad. Allí se vivía como en una aldea, alejados del mundo, sin más noticias de la civilización que las que dejaban los trenes que a diario atravesaban las vías. Aquel escenario pertenecía al barrio de la Obra Pía, al camino del palacio de Boleas, a ese sendero, subiendo río arriba, que separaba el paso a nivel de Los Molinos del término municipal de Huércal.
En los días más crueles de la guerra civil, cuando el peligro de las bombas amenazaba la población, la casa de Josefa Zamora se convirtió en un refugio permanente para la familia de la guardabarrera, que venía andando desde Almería buscando el aislamiento de la casa del paso a nivel. Allí no llegaron a pasar miedo porque los proyectiles caían lejos, ni tampoco supieron lo que era el hambre porque tenían huerto y criaban animales.
En aquellos tiempos, todavía era una tradición bajar al barrio de Los Molinos, cruzar el río y llegar hasta la hacienda del Mamí, que tenía fama por sus soberbias matanzas donde se hacían las mejores morcillas que se comían en Almería.
El paso a nivel, que estuvo funcionando hasta los años sesenta, tenía dos turnos. Josefa Zamora se encargaba de trabajar de noche, por eso vivía en la casa grande, en ese pequeña mansión de dos plantas con tejado y chimenea que parecía sacada de un cuento. Su turno empezaba a las doce de la noche. A esa hora la pequeña aldea del paso a nivel se iluminaba con las candilejas que encendía la encargada.
Si había normalidad en la vía, la guardabarrera le colocaba el cristal blanco al farol de aviso, y si surgía algún problema recurría al cristal rojo.
El turno de noche solía ser mucho más tranquilo porque pasaban menos trenes, y en los ratos de soledad la mujer podía echarse en la butaca y dar unas cabezadas. Josefa disponía de una noche libre al mes, aunque apenas dormía, ya que tenía la mente tan habituada a su trabajo que por intuición se despertaba cada vez que se acercaba un tren o cuando escuchaba el más mínimo ruido.
De día había más ajetreo porque el tráfico de vagones aumentaba y sobre todo por los vecinos que atravesaban aquella frontera, unos a pie y otros con los carros de mulas. La historia de los pasos a nivel de las vías estuvo siempre rodeada de peligros y de tragedias, de personas que se dejaron la vida al cruzar sin autorización.
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