Vino la Transición y nos fue esculpiendo a martillazos. Fue una obra inacabada, sin bocetos, a golpes de inspiración y de mucha locura. Llegó con una fuerza huracanada y nos fue cautivando con ese poder embaucador que generan los sueños compartidos.
La Transición nos cambió por fuera y por dentro y puso patas arriba la autoridad incontestable de los padres y la disciplina de los colegios. La libertad llegó como una moda imparable, con un impulso arrebatador, con tanta fuerza que nada más comenzar el camino teníamos la sensación de que llevábamos media vida en democracia. De pronto, los adolescentes nos creímos en posesión de todos los derechos de la tierra. Ser libre quería decir disfrutar de la capacidad de decidir por uno mismo, llenarse de esos derechos inalienables y eludir cualquier tipo de responsabilidad.
Ser libre, para muchos de nosotros, pasaba por hacer lo que nos diera la gana aunque tuvieras que enfrentarte a tu familia si traspasabas las normas de convivencia. Estábamos estrenando la Transición, que era como un regalo que nos hacía la vida para compensar los sufrimientos y limitaciones que habían tenido que padecer nuestros padres, hijos de la guerra, rehenes del hambre.
Nosotros, los últimos del baby boom, los que nacimos antes de que la píldora anticonceptiva se hiciera tan popular como la Aspirina, nos encontrábamos en un mundo recién estrenado que encajaba perfectamente con la manera de ver la vida de un adolescente. La Transición fue un traje hecho a medida para los jóvenes, que empezamos a decir a qué hora teníamos que llegar a la casa y quién eran nuestras amistades.
Con la Transición cambiamos tanto que los amigos pasaron a ser colegas de toda la vida. El colegueo fue un movimiento contracultural de aquellos años, hijo de trancos, barras de bar y futbolines. Cuando dejabas de ser un niño y empezabas a transitar por la adolescencia, tus amigos se convertían de golpe en tus colegas, con todo lo que ello significaba.
Decir que alguien era tu colega llevaba implícita una carga de complicidad que rozaba lo prohibido. Con los amigos se iba al cine, a jugar al fútbol, a bailar con las niñas, mientras que con los colegas empezamos a explorar otros territorios que fuimos descubriendo en sos tiempos de la Transición como auténticos paraísos artificiales. Entre colegas se empezaron a compartir los primeros porros a escondidas, cuando cuatro o cinco muchachos se colocaban juntos mientras iban aprendiendo un nuevo vocabulario a fuerza de caladas inmensas. Aprendimos a colocarnos, a ponernos ciegos, a ver las estrellas sin tener que mirar al cielo, a reírnos sin que nadie nos contara un chiste y a ver la vida pasar sin implicarnos demasiado en ella. A este fenómeno lo llamamos pasotismo.
El pasota fue el hijo rebelde de la Transición, la oveja negra de esa familia de clase media que tanto se había esforzado porque el niño se hiciera un hombre de provecho y que estudiara alguna carrera, que aprendiera un oficio, que se fuera al servicio militar a cumplir con la patria, que se echara una novia formal, que se casara por la Iglesia y que tuviera descendencia.
El pasota de la Transición quebró esa cadena y se echó en los brazos de la holgazanería a pasar de todo y a ver el tiempo pasar. El pasota vivía en las antípodas de la motivación, enarbolando la bandera del desinterés permanente, exhibiendo una pereza contagiosa. Cuatro pasotas sentados en un tranco eran una eternidad. Los veías consumir las mañanas y las tardes en las salas de los juegos recreativos, haciendo planes para no hacer nada. El “yo paso” fue la expresión de moda de una generación marcada por la indiferencia. “Pasando, que es gerundio”, decían llenos de orgullo.
El pasotismo alcanzó cotas tan altas que surgió la figura del pasota profesional, que caminaba con un andar chulesco y gandul, que vivía peleado con las normas sociales y sobre todo, con la palabra trabajo. Si le preguntabas si estaba buscando trabajo te contestaba: “Yo paso, tío, que curren otros”.
El pasota profesional vivía feliz en ese mundo virtual que había creado a su medida y se sentía importante jugando a los futbolines y disfrutando de un litro de cerveza con sus colegas. Su vocación era no hacer nada y no preocuparse por nada, que ya habían trabajo y sufrido bastante sus padres con los tiempos que le habían tocado.
El pasota vivía la juventud a cámara lenta, como si tuviera el don de poder ralentizar el tiempo a su medida, siempre rompiendo moldes, sin trabajo, sin futuro, sin preocupaciones y sin novia, porque ser pasota y tener novia era una incoherencia, a no ser que te buscaras una compañera tan pasota como tú.
Con la Transición nos llegamos a creer que éramos libres de verdad porque nos dejaban llegar más tarde a la casa, porque compartíamos las revistas pornográficas como si fueran tebeos, porque superamos la autoridad férrea del padre y del maestro, porque aprendimos a pasar de todo creyendo que podíamos estirar la adolescencia sin límites, sin deberes y sin dar un palo al agua.
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