Había tiendas de zapatos por todos los barrios y en los mercadillos ambulantes. Había zapateros remendones en cada manzana, auténticos cirujanos que se encargaban de darle vida al calzado moribundo. Del negocio de los zapatos vivían también los betuneros, que se parecían a los remendones en que con la gamuza, el betún y el cepillo intentaban resucitar el esplendor del calzado viejo.
Cuando era niño yo disfrutaba sentándome en el portal de Manolo Salinas, el zapatero de la calle Mariana, y observar en silencio cómo trabajaba, con qué maestría iba devolviéndole la vida a los zapatos. Me gustaba la parsimonia de sus movimientos, el ruido que hacía la tapadera del bote de la cola, el roce de la brocha untada en el pegamento, el corte que la navaja iba haciendo en el cuero inmaculado.
Para los niños de antes ver a un remendón era un espectáculo y visitar una zapatería una auténtica aventura. Fuimos los niños de los zapatos de charol, aquel calzado negro y brillante que nuestras madres reservaban para los días más señalados. Fuimos los niños de las botas Chirukas que lo mismo se utilizaban para ir al colegio que para subir una montaña. Fuimos los niños de los zapatos Kiowas y de los Gorila, aquel calzado hecho a prueba de bombas sobre el que fuimos atravesando la infancia mientras jugábamos con las pelotas de goma que nos regalaban.
Todos los años, por el 25 de octubre, tanto los remendones como los comerciantes de calzado cerraban sus negocios para festejar el día de San Crispín, que era su patrón. El descanso era obligatorio durante los años cincuenta y estaba considerado como un día festivo ineludible para todas las empresas del ramo. En aquellos años los profesionales de la piel organizaban grandes fiestas el día del patrón: había misa a primera hora, sesión de cine gratis en el Teatro Apolo para ellos y sus familias, y comida en el Club Náutico que terminaba con baile con orquesta.
A la celebración se sumaban las tiendas de calzados en un tiempo donde había tantas como bares en el centro de la ciudad. Había tantas que la competencia las obligaba a batallar por los mejores precios y por las ofertas más inalcanzables. Una de las tiendas de zapatos histórica, Calzados La Noche, de la calle Concepción Arenal, puso de moda regalar un globo a los niños y sortear el importe de la compra de acuerdo con el sorteo de los Iguales. En enero de 1950 lanzó una campaña publicitaria en la que anunciaba una liquidación de “ ocho mil pares de sandalias de goma y quince mil pares de zapatillas de paño”, casi nada.
Otro negocio importante de la época era Calzados El Barato, que tenía su sede en la Plaza de Vivas Pérez. Para diferenciarse de otros comercios del sector que le hacían competencia, su eslogan decía: “Esta casa no vende géneros de ocho años. Son recién fabricados”.
Calzados La Virgen del Carmen, en la Plaza Flores, prefería llamar la atención de su clientela con un anuncio donde avisaba en grandes titulares de la llegada de un platillo volante a Almería. “Ha dejado setenta modelos de zapatos a mitad de precio en nuestras estanterías”, proclamaba.
En la Puerta de Purchena destacaba por el lugar que ocupaba, el bajo de la casa de las Mariposas, Calzados El Misterio, donde siempre había algún cliente asomado a sus escaparates. Enfrente, en la acera principal de la plaza, estaba ‘Olympia’, que era la zapatería proveedora de la mutua benéfica de la Guardia Civil y de la Policía Armada.
En el Paseo estaba la zapatería ‘Plaza-Suizos’, que el empresario Francisco Plaza abrió en 1941 en el que había sido local del Café Suizo. La firma Plaza tenía otra tienda, la de Pedro Plaza Ortega, en el número 33 del Paseo. Allí estaba también Calzados El Buen Gusto, otro de los negocios históricos que estuvieron en pie hasta la década de los setenta.
En 1952 se estableció en Almería la multinacional Calzados Garach, que se instaló en la esquina circular de la calle de las Tiendas, frente a la iglesia de Santiago. Eran los tiempos de Calzados Teresa en la Plaza de San Sebastián; la zapatería Anfegi de la calle de Castelar; Calzados Diasor en la calle de las Tiendas y de la marca Blanes, que apareció como alpargatería a mediados de la década en el número 24 de Obispo Orberá. Todos estos negocios compartieron protagonismo en los sesenta con otras tiendas importantes como Calzados Vogue, que llegó con un toque de distinción y nuevos modelos cada día. Fue la época de Calzados Bebé, en la calle de Hernán Cortés, de la zapatería de Miguel de la calle Castelar, de la firma Rico en Obispo Orberá y de los humildes Calzados Fabiola de la calle de la Almedina.
Yo sentía una especial atracción por Calzados El Misterio. Tenía grandes escaparates que se asomaban a la Purchena y un nombre sugerente que nos llenaba de pensamientos fantásticos. Recuerdo, allá por los últimos años sesenta, que en el mes de mayo, cuando en mi casa tocaba ir a comprar las sandalias para el verano, la primera tienda que visitábamos era la zapatería del edificio de las Mariposas. Tenía varios dependientes y se distinguía por el trato exquisito a los clientes. Llegabas a comprarte unos zapatos y te trataban como si fueras un rey. Para despedirte te daban un caramelo inolvidable.
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