Los travestis que venían al Zapillo

Almería tenía dos salas de fieestas y un ramillete de cafeterías con luces rojas

A la sala de fiestas Hoango, del Zapillo, vinieron los primeros  artistas travestidos.
A la sala de fiestas Hoango, del Zapillo, vinieron los primeros artistas travestidos. La Voz
Eduardo de Vicente
20:39 • 05 jul. 2022

El verano de 1972 empezó de verdad en la primera semana de julio, cuando los almerienses nos enteramos por la radio que habíamos alcanzado durante dos días seguidos los treinta grados, que en aquel tiempo era mucho calor, y que por la noche el termómetro se había estancado en los veintitrés grados, con una humedad intensa que había dificultado el descanso.



En aquella época, cuando el hombre del tiempo, que era Mariano Medina, nos contaba en el Telediario que en Sevilla llegaban sobrados a treinta y cinco, nos echábamos las manos a la cabeza y nos acordábamos del infierno del que nos hablaban los curas. Era costumbre entonces, que en esas noches de humedad insoportable muchos almerienses recurrieran al viejo recurso de llevarse el colchón al patio o a la azotea o de  dormir con todas las ventanas abiertas. Este remedio empezó a ser un problema a medida que el tráfico fue creciendo en la ciudad y los ruidos empezaron a ser tan molestos como el calor. 



En julio de 1972 la prensa se quejaba al alcalde Francisco Gómez Angulo de que en muchas calles del centro era imposible abrir un balcón para que entrara el fresco, debido al ruido de los motocarros y de las motos a escape libre, y también por el sonido de las televisiones de la vecindad. Como casi nadie tenía aire acondicionado, las noches en las que subía la temperatura era complicado pegar un ojo.



Al calor y a la humedad de las noches, y al ruido de las calles, se unía otro problema que en aquel verano del 72 sufrían sobre todo los vecinos del Tagarete y de Ciudad Jardín, el del polvo del mineral que se colaba hasta las cocinas, pintando las casas de un color marrón enfermizo. 



En aquel mes de julio se confirmó el proyecto de ampliación del embarcadero de mineral de la Compañía Andaluza de Minas, que pasaba por levantar un gigantesco depósito de mineral de hierro, el popular Toblerone, al lado de la Estación de Ferrocarril y la Carrera de Sierra Alhamilla, con una cinta subterránea que desembocara en el cargadero.



Una alternativa para refrescarse de noche era ir al cine. La Almería de 1972 era una ciudad sembrada de terrazas donde por un precio módico podías disfrutar de algún reestreno interesante y sobre todo, de las películas de pistoleros que tanto le gustaban al público. Ir a una terraza era una fiesta: la emoción por la película, la aventura de salir de tu casa de noche y la alegría de encontrarte con los amigos para compartir el cine con una gaseosa y un bocadillo entre las manos.



Había cines al aire libre por todos los barrios: la terraza Norte y la Imperial en la manzana del antiguo Paseo de Versalles; la Terraza los Pinares junto a la Carretera de Ronda; los Cármenes y San Miguel en el Zapillo; la Moderno detrás del Ayuntamiento, sin olvidar a la terraza Hesperia, a la Eslava y a la Andalucía, que todavía estaban abiertas aquel verano, aunque dando ya sus últimos coletazos.



Otro de los grandes espectáculos del verano era el comienzo del Tour de Francia, que los niños de aquella época seguíamos con auténtica devoción en las retransmisiones épicas que nos llegaban a través de Eurovisión, cuando la señal se iba con frecuencia cada vez que los corredores subían por algún pico perdido de los Pirineos. El Tour del 72 se vivía con entusiasmo y con la afición dividida entre los patriotas que iban con el héroe nacional que entonces era Luis Ocaña y los que estábamos enamorados del belga Eddy Merkx. Nos gustaba tanto el ciclismo que íbamos a la tienda de juguetes de la calle Castelar a comprarnos un pelotón de plástico para hacer nuestras propias carreras sobre las losas del comedor.


La Almería del 72 era muy aficionada también al boxeo. En julio se celebró una gran velada en la Plaza de Toros para que la hinchada pudiera despedir con todos los honores a nuestro púgil Juan Francisco Rodríguez, que estaba a punto de marcharse a la olimpiada de Munich, donde conseguiría una medalla.


El boxeo era junto al fútbol el deporte más seguido en la ciudad. Contábamos con una buena cantera que iba saliendo de los barrios más humildes, alentada por la noble aspiración de saltar a la fama y ganar un sueldo decente. El boxeo te daba prestigio, al menos en tu barrio, y el dinero suficiente para ir a la moda y llenar el tanque de la moto los fines de semana. No había instalaciones dignas para poder entrenar, pero sobraban las ganas de triunfar aunque solo fuera un sueño.


La Almería del verano del 72 tenía también su vida nocturna. Todavía estaban de moda las discotecas y contábamos con dos salas de fiestas que de madrugada se llenaban de pecado mientras la ciudad dormía. Una de esas salas, el Hoango, presentó en aquellos días al que según contaba la publicidad del espectáculo estaba considerado como el mejor ‘travestir’ de Europa, el artista Michell, “una incógnita en el mundo del espectáculo”, decía el cartel anunciador.


El público iba con dudas a ver al famoso travesti, sin tener muy claro si era un hombre o era una mujer, o estaba a medio camino entre un género y otro. Había mucha desinformación  y sobraba la rumorología. El artista travestido no sacaba a nadie de las dudas y aunque se desprendía de la ropa y amagaba con quedarse desnudo, nunca acababa descubriendo el secreto que guardaba entre las piernas. 


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