Guillermo Luca de Tena relató en una tercera de Abc que en una taberna de Garrucha- “un pueblo del sur de España”- había desayunado un verano los mejores lomos de rape con ajoblanco de su vida, “aunque los camareros no se han criado en Versalles precisamente”, apostilló; Josep Pla hubiera escrito -de haber estado por allí en vez de por El Ampurdán- del color tenebroso de los erizos de mar entre las rocas o del olor a algas en la playa de Villajarapa; lo mismo que Proust hubiera narrado el lento caminar con vestiditos de organdí de las señoritas de las burguesía cuevana, con sombrillas bajo el sol del Malecón; de haber estado por allí Flaubert, se hubiera detenido quizá en apreciar los romances infantiles ungidos en torno a los tiovivos de la feria entre niñas de trenzas con aroma a regaliz; Borges, más fantasioso que Homero, hubiera imaginado que la chimenea de San Jacinto era un cíclope dispuesto a vomitar fuego sembrando de cenizas las calles del pueblo; Antonio Orejudo se habría deleitado describiendo la gloria del verano para las pandillas de adolescentes del Almanzora, de pueblos de secano como Albox o Cantoria u Olula, que acudían a la playa de Garrucha como si fuera una Arcadia feliz, chapoteando en el agua, nadando, buceando hasta salir con los dedos arrugados por el agua; García Márquez hubiera abundado, de haber pisado alguna vez Garrucha, sobre el cine de verano, sus películas a la luz de la luna, sobre una pantalla blanca en la que siempre aparecía corriendo alguna lagartija sobre la barriga de Bud Spencer.
De haber estado allí Zola hubiera descrito el duro trabajo de los estibadores cargando sacos de harina o de carbón de los vapores con destino a los pueblos de la comarca; y Dickens habría trazado un retablo de los niños tirando del copo como hombres prematuros, entre balandros calafateados en la arena, a cambio de un puñado de morralla, con la piel carcomida por el sol y una boina en la cabeza; Hemingway habría caminado todos los días desde alguna fonda de la calle Mayor hasta una tasca del Puerto a beber media botella de whisky antes de salir a perseguir galanes con la barca de algún viejo pescador llamado Matías y apellidado Caparrós o Gerez; Cela habría relatado el trabajo de Sebastián el albéitar calzando a una mula o arrancándole el diente a un borrico con unas tenazas; Allan Poe habría recogido en un diario los relatos de los navegantes garrucheros que volvían a su casa tras surcar los siete mares o el de los emigrantes a La Argentina o al Brasil que habían partido pobres en el Oranero y que volvían con algunos pesos en el bolsillo; el granadino Federico habría compartido rimas y romances con el poeta ciego de Garrucha en la puerta de su casa del Malecón Alto; Galdós habría fabulado escuchando a las mujeres en los cortijos de La Jara con pañuelos en la cabeza o a los hombres arreglando redes o haciendo nasas para el camarón; Chejov hubiera escrito un cuento sobre el lechero que aparecía cada mañana con su cabra negra, su vara y su recipiente de latón ordeñando en el acto la ubre para los señoritos, con la criada en el portal esperando paciente a que terminara y se fuese, dejando un rastro de cagarrutas tras su paso; Virginia Woolf, que fue a visitar a Brenan a la Alpujarra, se habría detenido en observar los viajes en diligencia de Catalina Bans o de la marquesa del Amanzora con un velo de tul cubriéndoles el rostro del sol, de las moscas y del olor a tabaco de pipa del cochero apostado en el pescante; Miguel Hernández le habría escrito un ripio al betunero Paco el Feo y a su perro, al que daba bocados como si fueran besos de cariño; Bukowski, por su parte, si hubiera pisado la arena del Pósito, habría contado en alguno de sus libros el erotismo que le sugerían los muslos apretados de las mujeres del pueblo refrescándose en el rompeolas en algarabía, saltando entre una fragancia de salitre, con enaguas y pecherines, con sus niños de la mano, mientras las veraneantas se tocaban con grandes sombreros a la moda parisina; “porque Garrucha no es París, pero es como una pequeña San Sebastián”, habría sentenciado el costumbrista Azorín, solaz de los dueños de los filones más ricos de Almagrera y donde acudían los enfermos a tomar los nueve baños de rigor para prevenir los catarros del invierno.
Baroja habría descrito el ambiente denso como un guiso de las fondas y posadas de Garrucha, con sus jaulas de canarios sobre la cal de la pared y sus geranios en el patio, llenas de familias numerosas prestas a un veraneo dichoso; Joyce habría hablado del mercado junto al antiguo alfolí, como un espectáculo de olores y sabores, de patatas y nabos iracundos como si Garrucha fuese un émulo de Dublín; el ruso Tolstoi habría elucubrado sobre intrigas palaciegas en los siete viceconsulados que tenía el pueblo y en el casino, sede de todos los contubernios entre Fuentes, Angladas u Orozcos; Pérez Reverte habría escrito del espanto que causó su paisano el cantonal Gálvez cuando ancló en esa rada rapiñando gavillas de trigo y duros de plata; y Javier Marías, quien aún está a tiempo, se habría extasiado describiendo la felicidad de los niños que acudían a la playa de La Garrucha, a ese territorio glorioso de la infancia donde las horas se hacían eternas persiguiendo pececitos con una bolsa de plástico, haciendo castillos en la arena, limpiándose el alquitrán con un trapo empapado en gasóil, echando una potera entre los mujos, nadando hasta la boya en la playa del Varadero, arrachándose con las olas en los días de Levante, tirándose de púa desde la proa de algún barco, parando al chambilero para pedirle un helado de vainilla, posando para la cámara minutera de Ginés Ramírez, soñando con que el tiempo no pasara nunca en ese lugar al que cada verano los llevaban sus padres y que ya recordarían para siempre como los mejores días de su vida.
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