Cuando nos cansábamos de dar vueltas por la feria, de tantas horas de pie mirando las atracciones y buscando el premio gordo de la tómbola, siempre nos quedaba como último refugio de la noche la caseta de los Díaz y aquel muro de piedra del Parque donde nos sentábamos mientras disfrutábamos de algo tan simple como un bocadillo de morcilla o de salchichas y un botellín de cerveza.
¿Dónde estaba el secreto de aquella fórmula mágica que llegó a levantar un imperio en los primeros años setenta? ¿Qué tenía la caseta de los Díaz que te obligaba a detenerte? La clave hay que buscarla en la puesta en escena, en el perfume de la morcilla caliente que te atraía como una novia, en los precios sin competencia que ofrecían al tratarse de productos elaborados en su propia factoría y en aquel lugar estratégico en el que se instalaron, en la plazoleta próxima al Parque Infantil, rodeada de un muro de piedra en el que nos sentábamos a disfrutar de la cena como si fuéramos excursionistas.
La clave estuvo en la morcilla, pero también en las salchichas de Frankfurt magistralmente elaboradas con la receta del ‘salchichero’ ambulante de la feria. Antes de que llegaran los Díaz, el carrillo de las salchichas se instalaba en el Parque, cerca del Gran Hotel. El buhonero utilizaba un megáfono para anunciar sus bocadillos, únicos en Almería porque estaban hechos como las auténticas salchichas alemanas. Cuentan que una noche el matador de toros Curro Romero, que dormía en el Gran Hotel, envió a uno de su cuadrilla a que le dijera al ‘salchichero’ que le quitara volumen al megáfono porque no lo dejaba dormir.
Cuando los Díaz montaron su caseta contaban con una máquina especial para hacer salchichas, que se la ofrecieron al vendedor ambulante a cambio de que éste les revelara la fórmula del producto. Los Díaz pusieron la maquinaria y el hombre del carrillo las instrucciones.
El éxito fue rotundo, bocadillos de morcilla y de salchichas de Frankfurk recién hechas a un precio de fábrica para un público que llegaba a la caseta con hambre de tres días después de toda una noche dando vueltas.
Todo el mundo pasaba antes o después por la caseta de los Díaz. Era un santuario en medio de la feria donde se veneraban los bocadillos de salchichas y de morcilla con botellín de cerveza o vaso de vino de Laujar al precio de diez pesetas. Ir al recinto y no pasar por los Díaz era como no haber estado en la feria. En aquellos bocadillos rápidos estaba todo el perfume de las ferias de los años setenta, cuando nuestras noches de fiesta se resumían en el bocata de morcilla caliente que nos comíamos en familia sentados en un banco o en los mismos muros del Parque.
En aquellos tiempos la feria se andaba y se miraba y no hacía falta ir con las alforjas cargadas de dinero porque todavía manteníamos la costumbre heredada de nuestros padres de gastar poco y observar mucho. Más que a consumir, a la feria se iba a mirar, por lo que eran noches de largas y lentas caminatas, llenas de parones, de plantones frente a una atracción o junto al mostrador de una tómbola. Cuando el cansancio se mezclaba con los rumores de un estómago vacío, era el momento de irse a los Díaz y rematar la jornada.
Los hermanos Díaz, que regentaban cinco barracas en el Mercado Central, se implicaron en el nuevo negocio de la feria, elaborando con embutidos de primera calidad los bocadillos que se hicieron famosos más allá de nuestras fronteras provinciales. Hasta la gente que venía de Granada y de Jaén, visitantes habituales de nuestras fiestas, preguntaban por la caseta de los Díaz.
En los años de mayor esplendor la caseta llegó a tener un equipo de más de cuarenta empleados trabajando hasta la madrugada. Había noches en las que tenían que ir en busca de Juan Díaz, el panadero de Huércal, porque se terminaban las provisiones, y otras en las que por la imposibilidad de poder tener más pan había que cerrar el puesto antes de tiempo.
El récord de ventas fueron catorce mil bocadillos en una sola noche. Los sábados de feria eran los días de mayor actividad, cuando no se paraba de trabajar hasta que alguno de los empleados tenía que salir a la taquilla y colgar el cartel de cerrado por falta de género ante la decepción general de la hinchada.
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