La Plaza Vieja es la que más bocas de acceso tiene de todas las plazas de la ciudad. Con la nueva que acaban de abrir frente al edificio de la Universidad a Distancia son ya siete las ‘puertas’ con las que cuenta, siete entradas que rodean su perímetro y nos recuerdan una historia distinta.
Cada una de estas embocaduras ha tenido su propia vida a lo largo de los años. Era muy distinto entrar a la Plaza Vieja por el sur, a través de la calle Mariana, una vía principal llena de comercios e integrada en el corazón de la ciudad, que hacerlo por el norte, por las escaleras angostas y sombrías que desembocaban en la dudosa calle del Pósito.
Había una Plaza Vieja que latía con el pulso de la vida municipal del ayuntamiento y otra Plaza Vieja que miraba al norte, a la sombra de la clandestinidad del barrio de las Perchas. Las entradas por la calle de Mariana, por la Plaza de la Administración Vieja y por la calle de Marín eran las oficiales, las que utilizaban los empleados del ayuntamiento, las que en las noches de los festivales servían de acceso al público. La más solicitada era, tal vez, la ‘puerta’ sur que daba frente al bar Bahía de Palma y años antes al histórico bar de Casa Tebas, el último donde se elaboraron los bocadillos de calamares. Los que iban a desayunar al bar El Paso de la calle Mariana solían echar por la rampa que pegaba a los muros del convento de las Claras.
Hace cincuenta años la Plaza Vieja tenía la peculiaridad de estar abierta al tráfico. Los coches que venían del centro entraban por la calle de Marín y salían por el arco que daba a la calle José María de Acosta, frente al desaparecido cine Moderno. El tránsito de vehículos le restaba intimidad al escenario, pero convertía la calle de poniente en la vía principal para llegar a la Alcazaba.
Qué distinta era la vida al sur de la Plaza Vieja que la vida que se desplegaba por el norte, tan diferente como si estuviéramos hablando de dos escenarios distintos. Si llegabas por el sur te encontrabas con la Plaza del Ayuntamiento, mientras que si entrabas por el norte chocabas de bruces con la Plaza Vieja y la mala fama que arrastraba.
El flanco norte tenía alma de arrabal morisco. Si entrabas por la calle del Pósito tenías que bajar una escalinata empinada y húmeda donde nunca se notaba la mano del barrendero municipal. Allí sonaba la música que salía del interior del bar de la familia López Jerez, un negocio estratégico en el camino hacia el barrio prohibido.
Si entrabas a la plaza por el arco que existía enfrente de la perrera municipal penetrabas en un pequeño laberinto en forma de ele que accedía directamente a los soportales de las viviendas ocupadas por la vecindad. Debajo de los soportales la vida parecía detenida, anclada en otro tiempo, como si a lo largo de medio siglo no hubiera cambiado nada. A finales de los años sesenta, aquel pasadizo sobrevivía fuera de contexto, rodeado de un halo de pobreza y de mala vida. Era como un anticipo del barrio de las Perchas que quedaba dos calles más arriba, donde sonaba la música flamenca que salía del bar Garrote, mezclada con los ladridos de los perros que llegaban a la perrera, muchos de ellos para ser sacrificados.
Los soportales formaban un arrabal frente a la solemnidad del ayuntamiento. Si en los balcones de la Casa Consistorial ondeaba con solemnidad la bandera de España, en los miradores de los soportales el viento mecía la ropa recién lavada de los vecinos. Si en el balcón principal lucía el pendón de Castilla que recordaba la Reconquista de los Reyes Católicos, bajo los soportales pululaban otro tipo de pendones con nombres, con apellidos y hasta con sus apodos oficiales.
Por las tardes, cuando la vida municipal desaparecía de la escena, el corazón de los soportales latía con toda su fuerza y las bandadas de niños silvestres, a veces descalzos y medio desnudos, volaban a sus anchas ante la mirada fatigada de los municipales que estaban de guardia. Allí se juntaban los niños de los soportales con los que bajaban de la calle Pósito y del Cerro de San Cristóbal, para tomar la Plaza Vieja como si fuera una fortaleza. Los niños que veníamos de otros barrios, con otras formas y otros miedos, mirábamos con recelo a aquella pandilla forjada en la libertad absoluta de la calle. Peleaban mejor que nosotros, lanzaban las piedras con más puntería y no experimentaban ningún temor cuando veían a un guardia sacar la porra. Muchos de aquellos niños criados en los soportales constituían el mejor ejemplo de lo que nuestras madres llamaban “las malas compañías”.
La Plaza Vieja y sus soportales tenían sus días grandes, los que estaban señalados con color rojo en el almanaque. Eran siempre por visitas al ayuntamiento de personajes de la política, y sobre todo, por los festejos que se organizaban durante la feria. De vez en cuando, aparecía una película por el barrio y toda la manzana se agitaba y se buscaba la vida para sacar tajada del rodaje. Unos trabajaban de extras y otros se llevaban unos cuantos duros al bolsillo alquilando su fachada y hasta su propia alma, si así lo exigía el guión.
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