El balcón era el ojo de la casa, desde el que mirábamos el mundo desde arriba, asistiendo al espectáculo diario de la vida. Nos podíamos pasar las horas muertas en el balcón sin pronunciar una sola palabra, como si estuviéramos sentados en la butaca de un cine.
Almería era una ciudad de balcones que marcaban el pulso diario de cada casa. Por el balcón entraba la primera brisa del día al amanecer. Abríamos bien los balcones para que se fuera el olor rancio de los fantasmas del día anterior y bastaba una sola bocanada para que el aire se purificara y nos llenara con su soplo de nuevas esperanzas.
En los veranos, el balcón permanecía abierto sin descanso. Como nadie tenía aire acondicionado y no todos conocíamos el invento del ventilador, combatíamos el calor creando una corriente a través de una ventana interior y del balcón de la casa. Aquel aire a presión, que era nuestro gran aliado cuando subía la temperatura, se convertía en nuestro peor enemigo en invierno, cuando nuestras madres nos recordaban aquello de que no nos pusiéramos en la corriente. Las historias familiares estaban llenas de corrientes de aire fatídicas que habían hecho estragos en los pulmones de algún antepasado.
El balcón era el consuelo de los niños cuando nos dejaban castigados. Era habitual, hace ya muchos años, que los padres impusieran castigos a los hijos cuando no cumplían las normas. Los castigos había que aceptarlos con resignación porque formaban parte de las reglas del juego y porque la mayoría de las veces estaban justificados. La mayor condena entonces era que te dejaran arrestado en la casa y te prohibieran salir a la calle salvo para ir al colegio.
En esas horas de cautiverio, salir al balcón era un alivio y a la vez un sufrimiento. El balcón nos dejaba una sensación de libertad postiza, parecida tal vez a la que de debe de experimentar un preso cuando le otorgan el beneficio de salir al patio. El balcón nos colocaba a medio camino entre la alegría por volver a respirar la calle y esa tristeza que nos hería cuando desde arriba veíamos jugar a los otros niños.
Había balcones con la ropa tendida, balcones donde tomaban el fresco los ancianos que no les quedaba más esperanza que ver la calle desde lejos y balcones donde algún enfermo, convaleciente todavía, se asomaba para que le diera ese instante de sol que le había recetado el médico. Había balcones frondosos con madres que regaban las macetas, y había balcones marchitos donde los geranios se habían secado como la vida de sus moradores. Solo con mirar el balcón sabíamos el estado de ánimo de la casa.
Había balcones de niñas enamoradas, que esperaban el momento de que el muchacho que las pretendía pasara cuatro o cinco veces por debajo. Todos hemos rondado alguna vez a la niña que nos gustaba. Pasábamos por debajo del balcón y si coincidía, si estaba asomada, le dedicábamos alguna mirada para ver si ella nos respondía. Quién no tuvo una primera novia de balcón, con la que hablaba en voz baja para que la madre no la descubriera. Cuando llegaba la primavera, las adolescentes se sentaban en el balcón a tomar el primer sol de la temporada antes de enfundarse la ropa de verano. Era un bronceado parcial que no pasaba de la cara y de las piernas, siempre de la rodilla hacia abajo, como Dios mandaba.
Allá por los años setenta, cuando empezamos a ser más modernos, las muchachas dejaron de dorarse en los balcones y se refugiaron en los rincones más escondidos de los ‘terraos’ donde les era posible desnudarse a salvo de las miradas ajenas. Se juntaban varias amigas y como si estuvieran en la playa, extendían sus toallas sobre la cal del suelo sin sospechar que no muy lejos de allí otros ojos adolescentes las estaban acariciando.
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