La Almería rural de extramuros

Había barrios que hasta hace 50 años conservaron antiguas formas de vida rurales

Eduardo de Vicente
23:14 • 31 jul. 2022

Los barrios fueron la despensa de las tradiciones, donde durante más tiempo se conservaron antiguas formas de existencia que estaban más cerca de la vida de un pueblo que de una ciudad. A medida que te alejabas del Paseo   el tiempo parecía detenido, como si le costara trabajo avanzar. El progreso llegaba tarde y a extramuros la gente seguía viviendo como lo habían hecho sus antepasados, antes de que la televisión cambiara completamente nuestras costumbres.



 Habíamos entrado en la década de los setenta, los bloques de pisos florecían en cualquier rincón de cualquier arrabal, pero en los barrios la gente seguía sentándose en las puertas de las casas y compartiendo la vida vecinal. Es verdad que casi todos teníamos una televisión en el comedor, pero como solo podíamos ver la primera cadena que emitía a partir de la tarde, teníamos todo el día para seguir relacionándonos.



Los niños sabíamos cómo se llamaban todos los vecinos de nuestra calle, en qué trabajaban los padres y hasta quien era el pretendiente de la muchacha de enfrente que tanto nos gustaba. Cuando había una boda en la calle ese día todos comíamos pasteles y cuando las campanas tocaban a difunto todos llorábamos el duelo. 



Era la Almería rural de extramuros, la de las tertulias al fresquito en las noches de verano, la de las lumbres colectivas, que tanto unían en las tardes de invierno. Cuánto nos gustaba organizar un fuego en un brasero en medio de la calle con cuatro palos viejos. Sí, éramos un pueblo, un pueblo grande, decíamos entonces, y hasta nuestra fiesta mayor, la feria, era como la de un pueblo.



En aquella Almería todavía se mantenía la tradición de criar animales y de hacer matanzas caseras. En el invierno de 1972, mi vecina, María la de Domingo, aún practicaba el ritual de matar un marrano por diciembre. Esa tarde toda la manzana se perfumaba con el olor de las morcillas recién hechas y yo me pasaba las horas muertas sentado en el patio que separaba las dos viviendas recreándome en aquel aroma antiguo que estaba a punto de desaparecer para siempre.



Las matanzas pasarían años después a ser historia, como la costumbre de criar conejos y gallinas en los patios y en los ‘terraos’. 



En casi todas las casas había un gran cajón de madera, cubierto por una malla de alambre, donde se criaban los conejos. Aquellos conejos caseros formaron parte de nuestra infancia, como los gusanos de seda que engordábamos cada primavera o como el gato forastero que se colaba por la azotea amenazando siempre con comerse el papel de pescado que había en la cocina. Los conejos se criaban con la alfalfa que iba vendiendo por las calles, manojo a manojo, un hombre subido en un carro. Era uno más de tantos ambulantes que se buscaban la vida de casa en casa, unos con el carromato de la alfalfa, otros recogiendo la basura de los patios, otros repartiendo la leche recién ordeñada, otros buscando ropa vieja y objetos inservibles, arreglando paraguas, afilando cuchillos, navajas y tijeras.



A los niños nos gustaba ver pasar a los vendedores, casi tanto como echarle de comer a los conejos y sentarnos enfrente para ver como iban moviendo el hocico, ajenos a nuestras miradas. 


En las casas, la comida que sobraba no se tiraba; las sobras o los desperdicios, como antes se decía, eran un buen alimento para que los conejos engordaran sanos y robustos. De tanto darles de comer, de tanto sentarnos frente a sus cajoneras para espiar sus movimientos, los conejos llegaban a ser para los niños como una parte de nuestra familia, por lo que el día que los mataban, las madres nos mandaban durante unas horas a la casa de la vecina para evitarnos el sufrimiento de ver como los ejecutaban a fuerza de golpes entre las orejas. 


En las casas donde no había acceso a las azoteas, las conejeras se instalaban en los patios, donde estaba la pila de piedra en la que se lavaba la ropa y se aseaban los niños;  en el patio donde estaba el espejo frente al que se afeitaban los padres y el cuartillo del váter, con un clavo en la pared para colgar el papel higiénico, que casi siempre eran recortes de periódicos. En ‘los terraos’ también se criaban gallinas y a veces hasta chotos para matarlos cuando llegaba la Navidad. Era una vida de subsistencia, donde la necesidad no encontraba obstáculos, a pesar de las advertencias de las autoridades sanitarias que recordaban continuamente que no se debía de consumir carne que antes no hubiera sido analizada por un veterinario.


Desaparecieron las gallinas, los conejos y las matanzas caseras, como desparecieron también las huertas que existían en los arrabales, donde los tenderos iban a abastecerse de verdura. La Rambla de la Chanca estaba coronada por fértiles huertas y detrás de la Alcazaba, donde instalaron el parque de la fauna sahariana, también existía un vergel donde se criaban las lechugas más grandes del condado. Había huertas en el Quemadero y en la Fuentecica, y al otro lado de la Carretera de Ronda antes de que llegara la urbanización definitiva.


Como todos los pueblos importantes, en Almería teníamos nuestra plaza del pueblo, que era la Puerta de Purchena, y nuestra calle mayor, que el Paseo. Allí nos reuníamos para celebrar las cosas importantes: la traca de la feria, los desfiles y las procesiones.


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