Ya no me gusta el verano. Haciéndose viejo

“Ya no volverán aquellas primeras vacaciones divertidas. Impredecibles”

Juan Antonio Cortés
22:11 • 01 ago. 2022

Sabía que julio colmaría mis expectativas. Que pasaría como rayo de enero. Fugaz como las perseidas de San Lorenzo -que quizás no vea-, tórrida como la tarde de la procesión de Santa Ana en Fuente de la Higuera y desafiante como el sol que amanece por el Cerro Negro en un alba de olas de levante. Lo sabía. Pero no podía imaginar cuánto.



Julio eran mis vacaciones. Los días que uno espera para romper con el spleen. La chispa que salta en una noche de cervezas. Una competición de pelis. Un sendero largo por donde se esconden los lagartos. Quizás podía ser un viaje. Uno a las Rías Baixas, persiguiendo al santo, atrapando aire húmedo, bosques y meigas, un caldo blanco y el fin del mundo. O a Llérices, en Asturias, en busca de una carrera por el sendero de la huella del lobo. Sí. Como aquellos viajes de aquel padre ignorante que cada verano la liaba. Una juanantoñada más, repetían. Como aquel 2016, cuando alquilé una casita junto al Santuario de Covadonga. Allá íbamos los cuatro -parada en Toledo-, a ritmo de jubilado prudente, en la dirección de los prados de vacas. A las cuatro de la tarde llegamos. Rosa Galán había estado allí en septiembre. Un paraíso (casi). Y era verdad. Y todo era dicha. Todo. Pero algo falló. Juan Antonio había reservado para la bajada del Sella, una semana más tarde. No me costó el divorcio porque ella pensó que me daba algo. El dueño de la bucólica casita hizo unas llamadas. Me veía tirado en el suelo, observando el jardín de rosas y, a lo lejos, como a un kilómetro, la montaña de la reconquista cristiana. Ojos de estar y no estar. De pronto, aquel cincuentón salió del mostrador, guardó su hoja de clientes y salió a la calle. Parecía un médico en esos momentos de malas noticias: pasillo gris, palabras mudas, una sensación extraña y plaff.



-Tengo una cabaña en la montaña. A unos dos o tres kilómetros de los lagos -nos suelta.



-Una qué -le contesto, acojonado.



-Una cabaña de madera. En el bosque. No os cobraría. Podríais comer aquí. Hasta la semana que viene.



-No, me niego. Ni hablar. Entre vacas, lobos y osos. Pero qué me dice.



-Se oyen, pero allí estaréis tranquilos. No se acercan -intenta seducirnos.



-No hay más opciones, entiendo -pregunto, sin ánimo alguno.


-Una más.


-Pues…


-Una residencia de ancianos.


-Una qué…


-En Llérices, a unos dos kilómetros.


-Es una casona muy bien apañada. Era una residencia de lujo. Desde esta semana, un hotel.


Mi mujer no respiró en toda la conversación y yo colegí que aquella mirada medio resignada era peor que un graznido. Puff.


-Nos vamos a la residencia -dice ella.


Y nos fuimos. Y pagamos 140 pavos por cada uno de los tres días -iban a ser cinco- y, cierto es, pasamos una estancia maravillosa. Con vistas al bosque, a las rocas de Pelayo, sí, pero acostados en camas que eran como las del Hospital Torrecárdenas en 2040: daban tanto miedo como comodidad.


No recuerdo lo que hicimos en 2017, pero en agosto de 2018, olvidado ya el affaire, cogimos el familiar y nos plantamos en Santiago de Compostela. Obviamente, hicimos noche en Ávila, que a mí me gustan las ciudades recias. Del hotel no hablo. Antiguo como nuestro Hospital Provincial, pero pegado a un palomar. Todo iba bien allí arriba. Tiempo de rebequita, un crucerito con vino y mejillones, visita a la catedral, que si una foto en Finisterre, que si tardes de amor y de risas. Todo de cojones, hasta que Juan Antonio coge una autovía y paga.


-Dame la tarjeta que la guarde -ordena mi mujer.


-La qué… Mierda.


Era la tarjeta, que se había quedado olvidada en un triste cajero de pago. Era el segundo día.


Del julio de 2019 es mejor recordar poco. Salvo que fuimos a Sevilla. 47 grados -foto hecha- a las nueve de la noche. Aire irrespirable. A Sevilla. Que manda… Idea de Juan Antonio, que además perdió el bolso de su mujer junto a la Giralda, con su tarjeta, sus DNI y su todo. Policías a caballo nos echaron una mano. Yo callaba. Cuando íbamos a zamparnos una hamburguesa de euro y hacer tiempo para estudiar cómo pagar el hotel y echar gasolina, una llamada. Un barrendero con salero se encontró el dichoso bolso un segundo antes de que alguien lo birlara. Lloramos.


Luego vino la pandemia y, como dijo la Diputación, nos dio por conocer lo nuestro. Así llevamos tres años, dando tumbos de Adra a Pulpí, de cerro en cerro y de alacena en alacena. En este tiempo he pensado mucho, lo que, según mi mujer, no es buena señal. En este julio de calor inaguantable no he hecho otra cosa que no sea ser taxista. Es lo que tiene una hija adolescente: que ve en sus padres a dos tipos sosos y hasta viejos con los que el reloj pasa despacio. Razón no le falta. Y es que ya no volverán aquellas primeras vacaciones divertidas. Impredecibles. Sí, como cuando fuimos a Cazorla y en la casa no había aire acondicionado -mi hija tenía cuatro meses- y salí corriendo a Toledo, previo paso por Villanueva de los Infantes. Y a la vuelta se rompió el embrague en Despeñaperros. Como aquel viaje de enamorados a Santa Pola en el cochezujo de principiante. Le di cinco kilos a una rueda y aquello volaba. Menos mal que mi entonces novia no imaginaba lo que vendría después. Aquel viaje endureció los bíceps. Su puerta estaba rota y debía empujar hacia dentro.


Ah, joder. En 2021 me hice de una perra casi sin avisar. La de este año no la puedo contar. De momento. Por Dios. Necesito aquellas vacaciones. 


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