Los niños de los años setenta éramos de una terraza de cine como podíamos ser del Athletic, del Madrid o del Barcelona. Teníamos una terraza favorita, que sentimentalmente nos pertenecía y a la que defendíamos contra viento y marea. Uno se acostumbraba a la terraza de su barrio como se habituaba al sofá de su casa o a la cama. Entre nosotros y el cine se forjaban vínculos muy estrechos que nos obligaban a ser fieles a esa terraza cercana en la que seguramente pasamos algunos de los momentos más felices de nuestra infancia.
La magia de aquellas terrazas es que estaban al volver la esquina. Había terrazas por todos los rincones de la ciudad lo que nos permitía escoger a la hora de ir a ver una película. A los niños de entonces nos gustaba mucho ir a mirar las carteleras, era como vivir la película antes de verla.
Era costumbre en aquellos años que en la fachada principal, al lado de la taquilla, colocaran los cuadros con algunas de las escenas más importantes. Éramos tan expertos que solo con ver aquellos fotogramas ya sabíamos si la película era buena o era mala. Si se veía acción, muchachillos a caballo, peleas en la cantina o héroes medievales conquistando castillos, seguro que era buena. Por contra, si en la cartelera nos encontrábamos una pareja de enamorados besándose en blanco y negro, nos dábamos media vuelta y no volvíamos esa noche. No nos gustaban las películas de amores.
Había terrazas por los cuatro puntos cardinales y en el centro de la ciudad, ocupando solares que hoy sería impensable que estuvieran libres. Hoy sería imposible mantener aquel entramado de terrazas de verano porque no serían rentables, porque el negocio está ahora en la construcción y no se podría concebir un local que solamente se utilizara tres o cuatro meses al año.
Las terrazas de entonces nos entusiasmaban, a pesar de que no solían ofrecer grandes comodidades. Había que sentarse en aquellas sillas de madera de tijera que te dejaban el trasero aplastado o en aquellas otras metálicas que llegaron después, que te marcaban la parte de atrás de los muslos como si fueras una res. Seguramente, el público de hoy no soportaría la molestia de las sillas ni tampoco los continuos cortes de la película que ocurrían en una noche de cine de verano. Cuando más interesante estaba la escena la pantalla se quedaba en blanco y se encendían las luces del ambigú para que el público se acercara a por una gaseosa.
Las terrazas se nutrían de películas de serie B, de aquellas cintas del Oeste hechas con cuatro gordas y a veces, en días señalados, de algún reestreno interesante. Tal vez, lo que menos importaba era la calidad de la película. Lo que realmente nos empujaba a ir al cine era lo que significaba para los niños de entonces disfrutar de un par de horas de libertad con nuestros amigos de la calle, tomando el fresco y si el presupuesto daba para más, bebiéndonos una gaseosa de aquellas que nos parecían las mejores gaseosas del mundo aunque fueran marca de la Pava.
Aquel universo de terrazas de cine hoy no sería rentable porque seguramente no tendría público suficiente para costearse. Los niños y los jóvenes actuales viven saturados de casi todo. Les basta con pulsar un botón del móvil para ver la película que les apetezca y para escuchar la canción de moda cien veces seguidas. Antes la vida era tan diferente, que algo tan simple como que tus padres te dejaran ir de noche al cine era un acontecimiento extraordinario.
Veníamos de las películas que echaban por televisión en las sesiones de los sábados, siempre en blanco y negro, y el cine de verdad nos transportaba a un mundo diferente: la inmensidad de la pantalla, las escenas en color, el sonido que retumbaba con eco en todo el barrio y aquella irrepetible sensación de libertad que un niño de nueve o diez años experimentaba el primer verano que iba solo al cine.
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