La aparición en la ciudad de las primeras bicicletas fue recibida como una extravagancia de los jóvenes de la época, que utilizaban aquel vehículo lleno de peligros para molestar a los peatones, según se puede extraer de algunas denuncias que existen en el archivo municipal y de los comentarios que se publicaban en la prensa. “Se va extendiendo mucho el uso del velocípedo entre los jóvenes de esta población”, decía la crónica del diario en noviembre de 1887.
Como en aquellos tiempos la mayoría de las calles resultaban intransitables, por la tierra y las piedras que se acumulaban en ellas, los atrevidos ciclistas utilizaban como pistas las aceras de cemento de las calles céntricas, poniendo en riesgo la integridad de los peatones. “Por ser terreno más apropiado para ese medio de locomoción, los conductores invaden las aceras de cemento Porland del Paseo del Príncipe, destruyendo con las ruedas de hierro de los aparatos lo que tanto ha costado. Corran enhorabuena los velocipedistas, pero dejen libre las aceras para las personas que van a pie y echen ellos por en medio de la calle”, escribía el gacetillero a modo de denuncia.
En los últimos años del siglo diecinueve la bicicleta significó una pequeña revolución y los artistas de las dos ruedas se convirtieron en pequeños héroes que se presentaban en los teatros de las ciudades haciendo demostraciones de sus habilidades. En septiembre de 1892 el Teatro Circo Novedades presentó ante el público almeriense al renombrado velocipedista señor Serra, “dando a conocer su habilidad en el manejo del velocípedo”.
Los ciclistas fueron ganando prestigio en la ciudad y dejaron de ser aquellos desconsiderados que invadían las aceras. En marzo de 1899, con motivo de las grandes fiestas que se organizaron para conmemorar la terminación de las complicadas obras del puente del Salado, punto clave en nuestro ferrocarril, se programaron carreras de bicicletas con importantes premios económicos que donaron la Sociedad Económica de Amigos del País y la Compañía del Sur de España.
El uso de la bicicleta se fue extendiendo, no sólo como un vehículo de ocio, sino como un medio de transporte más. En agosto de 1894 el Papa León XIII autorizó a los párrocos a utilizar la bicicleta como medio de locomoción “cada vez que tengan que desplazarse a poblaciones vecinas para administrar los sacramentos, in artículo mortis.
En los últimos años del siglo diecinueve, a medida que el uso de la bicicleta empezaba a generalizarse, se hicieron célebres los aventureros locales que se atrevían a subirse a lomos de la máquina y emprender largos viajes atravesando caminos infernales. “Ha marchado a Cuevas, haciendo su viaje en bicicleta, el joven sport don José María León”, anunciaba el periódico del 15 de mayo de 1894. El uno de junio, volvía a dar un aviso dándole tintes de gran noticia: “El domingo próximo saldrán para Granada, Baeza, Linares y Úbeda, haciendo el viaje en bicicleta, los jóvenes de esta ciudad José León Cobos y Ezequiel Gómez Sellés”.
El dos de abril de 1895, cientos de almerienses salieron a la calle para recibir al distinguido ciclista de Cuevas Manuel Soler Flores, que venía pedaleando desde su pueblo sin más descanso que las paradas que hizo en dos ventas del camino para llenar las alforjas de comida.
Fue también un acontecimiento extraordinario la llegada a la ciudad del infatigable ciclista y pintor ruso Michel Serebennikeff, muy célebre en los primeros años del siglo veinte por sus frecuentes hazañas en bici. Salió de la localidad de Onrat (Rusia asiática) en agosto de 1900 para dar la vuelta al mundo en bicicleta y llegó a Almería el 19 de noviembre de 1901 procedente de Granada. Viajaba sin dinero y se mantenía con los ingresos que le producía su pincel.
Los aventureros del pedal gozaban de la aceptación popular que no tenían los ciclistas de calle, muy criticados entonces por utilizar las aceras y por los frecuentes atropellos que se producían.
En marzo de 1904, el Gobernador de la provincia, don Victoriano Guzmán ordenó que se estableciera el primer registro general en el que quedaran inscritas todas las bicicletas de la capital y la provincia. “No circulará bicicleta alguna que no vaya prevista de una placa metálica con el número de orden correspondiente al permiso. Dicha placa irá adaptada a uno de los tubos del cuadro”, decía el bando del Gobernador. Además, se hizo obligatorio que “todo ciclista vaya provisto de una bocina o timbre bastante sonoros para anunciar su proximidad. Llevará freno y desde el oscurecer, con una linterna encendida”.
En los tiempos de la posguerra las bicicletas formaban parte de las casas como un miembro más de la familia. El uso de la bicicleta estaba tan generalizado que el impuesto que se cobraba por tenerlas era uno de los más importantes que se recaudaban.
En 1956, llegaron las nuevas tarifas de algunos arbitrios concedidos a las corporaciones locales, figurando entre ellas la correspondiente a la posesión de velocípedos. La sorpresa fue que el impuesto se elevó considerablemente, pasando de doce a cincuenta pesetas; las bicis estaban gravadas además con la cuota de rodaje o arrastre por vías municipales, que era de quince pesetas, y por la placa o patente, por la que había que pagar cinco. Sumando las tres tasas, la cuota anual por tener una bicicleta ascendía a setenta pesetas.
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