Un café se podía hacer inmortal sobre uno de los veladores del Colón. Nunca dieron para tanto los cafés y los ponches como en aquellas mañanas de amigos que se reunían con el pretexto de desayunar, cuando lo que realmente buscaban, la palanca que los movía para citarse, era la conversación.
Almería fue siempre una ciudad de encuentros a pie de calle y de corrillos de amigos en los cafés. Cuánto sufrían los dueños de los bares cuando un grupo de tertulianos estiraba la consumición hasta el límite. Algunos tenían tanta técnica en el arte de parar el tiempo que cada sorbo era un ritual que podía hacerse eterno si la charla era interesante. De pronto se acercaba el camarero a ver si caía la breva y decía aquella frase de “les falta algo a los señores”, y a veces lo único que faltaba era un par de vasos de agua de Araoz para hidratar el paladar y seguir hablando sin prisas.
Siempre tuvimos querencia por las reuniones callejeras, desde que éramos pequeños y nuestras madres nos sacaban al tranco de la puerta de la casa para que a gatas jugueteáramos con el vecino. En aquellos tiempos en los que todavía existía el concepto de vecindad, tal y como lo heredamos de nuestros mayores, la gente se reunía en la calle permanentemente.
En los largos meses de verano, cuando el calor se hacía insoportable en las casas y no existía el aire acondicionado y eran pocos los que tenían un ventilador, los vecinos salían a las puertas a esa hora del día que aquí conocíamos como ‘la fresquita’, que coincidía con ese momento de la tarde en el que el sol acababa de retirarse y las mujeres baldeaban las aceras a fuerza de cubos de agua. No solo hemos perdido la costumbre de las tertulias, ya que apenas existe la vida vecinal, sino que también ha desaparecido la fresquita, absorbida por ese horno insufrible que nos ha traído la ola de calor.
Nos pasábamos los veranos en la calle y también los inviernos. En mi barrio, hasta bien entrados los años setenta, se mantuvo la tradición de encender braseros con leña en los anchurones de las calles. Era una forma de defenderse de la humedad de las viviendas. Era más confortable salir a la puerta al calor de una lumbre, sobre todo cuando se reunían varias vecinos y se acababan asando patatas y castañas al calor del fuego y de una buena conversación.
El bar era también un escenario de tertulias, en este caso de tertulias masculinas que acababan convirtiéndose en sagradas. Recuerdo la tertulia de la bodega Montenegro, donde un grupo de amigos se reunía todos los días a la misma hora para compartir unas botellas de vino y una partida de dominó.
Siempre se formaban coloquios sobre la barra del kiosco Amalia, y hasta en el humilde carrillo de Pepe el cojo, que estaba al lado. Los días que no abrían el kiosco de Amalia y que Pepe el cojo no montaba su puesto, aquel trozo de plaza languidecía en medio de esa atmósfera de tristeza y soledad tan típica de los domingos almerienses.
Aquel era más un escenario de días de diario, que de festivos. Los lunes, el río de la vida corría impetuoso entre los ponches del kiosco, la parada de los taxistas, el reclamo de los betuneros y el singular carrillo de el cojo, que más que un negocio fue un lugar de encuentro donde siempre paraba algún visitante para echar un rato de tertulia.
Siempre había algún amigo acompañando al vendedor, y siempre tenía a mano algún conocido que se encargaba de hacerle los recados o de quedarse un momento al frente de la garita mientras él se acercaba a un bar a orinar o iba a la confitería de la Colmena a por pasteles, que eran su debilidad.
Había tardes en las que el negocio estaba lleno de gente, pero en realidad no tenía un solo cliente. Eran amigos en busca de conversación que en el entorno del carrillo se enteraban de todo lo que pasaba en la ciudad o de las últimas hazañas del Cordobés. Vendía cupones, caramelos, pistolas de plástico para los niños pobres y en ocasiones, tabaco rubio de contrabando. Vendía de todo y repartía amistad en aquel humilde carrillo.
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