Debe de haber un sitio, en algún lugar remoto, donde reposen las almas de los héroes anónimos, de aquellos que se fueron sin haber recibido ningún reconocimiento después de haber dado la vida por los demás. En ese paraíso imaginario seguro que anda Luis ‘el Mortales’, tirándose de algún caballo al trote, lanzándose al vacío de un acantilado frente al mar o apurando la última copa en la barra de una discoteca antes del amanecer.
Se llamaba Luis Sánchez del Río y Llamazares y aunque nació en León, pasó sus mejores años como profesional del cine en Almería, su segunda patria, donde ejerció el magisterio de especialista en los rodajes de películas. Era un tipo duro que de tanto actuar se fue creando y creyendo su propio personaje. Vivió siempre al límite, desafiando el peligro, si le rozaba la muerte disimulaba, miraba hacia otro lado, se sacudía el polvo de la ropa y seguía caminando como si nada hubiera pasado. “No ha sido nada, todo va bien”, decía.
Era un prodigio de la naturaleza, un atleta con vocación de gato, un funambulista que caminó por el abismo creyendo que tenía alas. De niño escalaba las torres de las iglesias para coger los nidos de las cigüeñas y saltaba por los árboles, de rama en rama, colgado sólo de una mano. Pequeño, delgado, fibroso, volaba como un pájaro y se arrastraba por el suelo como un reptil. El miedo y el dolor lo rondaban, pero él nunca los miraba a los ojos. Uno de sus primeros trabajos le llegó cuando todavía no había cumplido los dieciocho años. Durante el rodaje de la película ‘Tarde de toros’ le tocó doblar a un joven que en su intento de colarse a la plaza de Las Ventas acabó cayéndose al vacío.
A lo largo de su vida nunca llegó a reconocer el miedo ni descartó un papel por muy peligroso que fuera. Se tiró con un caballo de las canteras de Villalba, en Madrid, en una caída en picado de más de cuarenta metros a un lago ante el asombro de todo el equipo de rodaje.
En los años sesenta llegó a Almería atraído por los continuos rodajes de películas y durante una década se convirtió en el alma de los especialistas. Aquí había trabajo para poder vivir y aquí encontró su gran oportunidad para triunfar en el cine. Fue el líder de un grupo donde estaban nombres importantes, grandes personajes del cine anónimo como Francisco Barrilado, Paco Gómez Castro, Rafael Gómez, los hermanos Cerdán, José Luis Telo y Plácido Martín, entre otros.
Nunca pasó desapercibido. Era un hombre que llamaba la atención, como si estuviera actuando continuamente. Tenía un descapotable americano con el que se paseaba por el centro de Almería como si fuera la estrella más rutilante de Hollywood. Era Luis ‘El Mortales’, el que se jugaba el pellejo en cada escena, a caballo, a pie, en el aire. El que doblaba al zorro en los momentos de peligro, el que se lanzaba de los coches en marcha y rebotaba en el suelo como si su cuerpo fuera un trozo de goma.
Le gustaba presumir de su valentía, de su agilidad, pero sin humillar jamás a un compañero. Cuidaba su aspecto, consciente de la importancia que tenía la imagen para un personaje de cine. Un día que en una caída perdió un diente, él mismo se tapó el hueco con un trozo de madera que se implantó en el hoyo de la boca para que no se le viera la mella hasta que el dentista le repusiera la pieza. Hubiera sido un signo de debilidad ir por la vida mellado.
Frecuentaba las discotecas. Solía pasarse de noche por ‘Play Boy’, que en los bajos del Gran Hotel, y por Baroque, en la carretera de Aguadulce. Si había que bailar, se convertía en el centro de las miradas del local, si había que beber era el último que rechazaba una copa, pero siempre sin demostrarle a los demás su estado de embriaguez. Para disimularlo, hacía el pino en el capó del coche sin que le temblara el pulso o se enganchaba en el mástil de una farola y se colgaba formando un ángulo recto como si su cuerpo fuera una bandera.
Era ‘El Mortales’, uno sesenta y cinco de estatura, sesenta y cuatro kilos de peso, pura fibra, el mejor especialista que pasó por Almería, amigo de sus amigos, generoso, inteligente, culto, juerguista, héroe anónimo, paradigma de la valentía.
Cuando en los años setenta los especialistas almerienses se quedaron sin trabajo por el declive de los rodajes en nuestra tierra, se echó la casa a la espalda y con su grupo se marchó a la aventura y montó un espectáculo de torneos medievales para los turistas de Ibiza.
Nunca dejó de ser un valiente. Su vida fue una sesión continua de coraje, un pulso constante al miedo, un cuerpo a cuerpo con la muerte. De tantas veces que salió victorioso, tal vez llegó a creerse que era inmortal, un tipo invencible hecho de otra pasta, como los héroes de las películas que tantas veces dobló. En la madrugada del 17 de diciembre de 1983, mientras disfrutaba con unos amigos en la discoteca Alcalá 20 de Madrid, un incendio se lo llevó para siempre.
El destino le ofreció la oportunidad de seguir adelante, podía haber escapado y haber echado a correr cuando alcanzó la salida y se puso a salvo, pero ‘El Mortales’ se la jugó de verdad tratando de rescatar vidas en medio de un mar de llamas invencible.
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