La feria llegó a convertirse en un problema para el ayuntamiento, que a lo largo del siglo diecinueve no encontraba la forma de hacerla rentable, y sobre todo, de agradar a los comerciantes oficiales, a los que pagaban sus impuestos mensuales y se veían perjudicados con los puestos ambulantes que traían los feriantes cada mes de agosto y con la suciedad que en las calles principales dejaba la fiesta cuando se hacía multitudinaria.
Tampoco estaban contentos los vecinos que se veían afectados por el ruido, por lo que la feria de Almería llegó a ser un auténtico quebradero de cabeza para las autoridades.
Tampoco prosperó la iniciativa particular. El intento de don Carlos Jover y Fuentes, propietario del balneario el Recreo, por hacer un buen negocio de la feria, dándole modernidad con nuevas casetas y mejores instalaciones, no tuvo la cogida esperada desde que en 1879 se quedó con la organización del recinto.
Las ganancias no debieron de ser las esperadas debido a la escasa respuesta del comercio a la hora de alquilar las casetas, lo que provocó que en 1883 don Carlos Jover transfiriera todos sus derechos a don Francisco Morell y Valero para que durante los años de 1884 y 1885 percibiese directamente los tributos de las casetas y demás tiendas y puestos de la feria. Este acuerdo se firmó a finales de agosto de 1883 para que empezara a funcionar en la feria siguiente, pero no pudo ser debido a que las ferias de 1884 y 1885 se suspendieron por la amenaza que suponía la epidemia de cólera.
El viejo recinto de la Plaza de la Constitución, donde se celebraba a diario el mercado de la ciudad, fue quedándose pequeño para albergar en el mes de agosto los puestos de la feria, por lo que las autoridades municipales se plantearon la posibilidad de llevar el recinto a un lugar más amplio como era el Paseo del Príncipe.
En 1887 se acordó el traslado de las casetas al Paseo, tras emitir un comunicado el Gobernador civil explicando que: “Habiendo acudido varios vecinos expresando los perjuicios que a la salud pública pueden originarse en el establecimiento de la Feria en la Plaza de la Constitución y vistos los informes emitidos por el subdelegado de Medicina y Junta local de Sanidad, en las que se consigna entre otros extremos que dicha plaza es insuficiente por la aglomeración de las casetas y sillas que allí se colocan; que reúne malas condiciones de ventilación por la altura de los edificios; que el suelo está impregnado de materias en estado de producir emanaciones pútridas y que no hay otro sitio a propósito para la traslación de dicho mercado, he acordado invitar al Ayuntamiento que acuerde la instalación de las casetas de la feria en un sitio que reúna las condiciones higiénicas necesarias par evitar que pueda producirse perturbación a la salud pública”.
En respuesta al escrito del gobernador, el secretario del Ayuntamiento, Onofre Amat García, certificó el acuerdo municipal de designar el Paseo del Príncipe Alfonso para la instalación de la feria y “que se coloquen las casetas desde la casa que ocupa el Hotel Tortosa (esquina con calle Castelar), en dirección a la Puerta de Purchena”.
La decisión de cambiar el lugar de los festejos no fue recibida con buen agrado por la mayoría de los comerciantes y vecinos del Paseo, que no querían que sus negocios se vieran perjudicados por la presencia masiva de casetas, tenderetes y vendedores ambulantes. A pesar de la oposición de los vecinos, la feria de 1887 se celebró en el Paseo.
El nuevo escenario para la feria trastocó los planes de don Carlos Jover, el hombre encargado del montaje de las casetas y de su explotación, que no dudó en dirigirse a las autoridades mediante una instancia en la que solicitaba el abono de dos mil pesetas por los gastos que le había ocasionado la traslación de la feria y el montaje del nuevo tablado.
El ayuntamiento consideró que el señor Jover no podía alegar derecho alguno para la indemnización por perjuicios, pero que por razones de equidad era justo concederle una gratificación de setecientas cincuenta pesetas.
La feria de Almería siguió ligada a la figura del propietario del balneario, como contratista de las casetas durante veinte años. En junio de 1899, dos meses antes de que dicho contrato finalizara, el señor Jover solicitó al ayuntamiento que se le prorrogara dicho contrato para seguir organizando el recinto ferial durante diez años más, argumentando los perjuicios que había sufrido en su anterior etapa como contratista debido al cólera y en 1898 con motivo de los temores producidos con la anunciada visita de la escuadra yankee, lo que mermó la asistencia de público de otras provincias y de los pueblos a los festejos de agosto.
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